«Había un tesoro oculto”, así comenzaba siempre la historia. Cuando era más pequeña, aquel cuento me fascinaba, no importaba cuántas veces lo repitiera. Cuatro palabras que otorgaban a Tomás -un abuelo, por lo general, tendente a la parquedad- el don de convertirse en un demiurgo con poder suficiente para conjurar la magia entera del universo en torno a la mesa de madera clara del patio, donde nos sentábamos todas las tardes a merendar. “Había un tesoro oculto”, y comenzaba la ceremonia.
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