Martina Clemente era incapaz de encontrar la causa de su hastío vital, una obviedad que, para su entorno, venía a calmar en parte los motivos y circunstancias de su desaparición. Aparentemente, tenía una vida que podría considerarse afortunada. En busca de consuelo para sus cuitas, con frecuencia hacía recuento en público de la cantidad de datos empíricos y argumentos racionales que manejaba para soportar el peso de una vida, la suya propia, que no debería albergar espacio para la queja. Pero absolutamente nada, ni tan siquiera su desafío casual a la desproporción estadística de formar parte de ese 10% de la población mundial que no ha nacido en el lugar equivocado, conseguía librarla de su inquietud; el descontento de Martina era endógeno.
Con frecuencia la mortificaba el pensamiento recurrente de lo ordinario de su existencia. Hubo mañanas, incluso, en las que hubiera preferido despertar convertida en un monstruoso insecto, y preparar café para dos con sus seis patitas enclenques y articuladas –aun a riesgo de provocarle un infarto al pobre Rodrigo-; pero nada de esto sucedía. No había conejos blancos en sus paseos por el monte, ni tampoco colgaban de las paredes de su piso espejos que sirvieran de entrada a un nuevo mundo –el último intento de atravesar uno le había valido siete años de mala suerte y tres puntos en la ceja-. Por mucho que se esforzara, ninguna sombra separada de su dueño venía a perderse en su hogar, y ya no sabía qué excusa inventar cada vez que Rodrigo llegaba a casa y la pillaba dentro del viejo armario de la entrada, tanteando concienzudamente los tablones del fondo.
A causa de su inclinación por los reportajes de la BBC, había comprobado que el hábitat predilecto de las lechuzas no era, definitivamente, una ciudad costera; así que tampoco cabía esperar la recepción de una misiva. Además, la escasa incidencia de tornados en las islas apuntaba ineludiblemente a que, al menos por esa vía, nadie iba a sacarla de Kansas. A pesar de todo, Martina nunca había aceptado de buen grado las derrotas. El último verano, en un intento definitivo, había convencido a Rodrigo para volar juntos a Edimburgo. El mal velado propósito de un viaje en apariencia romántico era visitar Tursachan Chalanais, en la isla Lewis, un conjunto de vetustos menhires. El simple contacto con aquellas piedras sagradas la transportaría a una época anterior en la que, si bien le resultaría tremendamente complicado hacerse entender con su actual B2 de inglés, no encontraría monotonía. Pero esta estrategia tampoco dio resultado, dejando a Martina sumida en un profundo estado de melancolía.
Por mucho que despreciara la idea, cada vez se sentía más identificada con Anna Karenina, Madame Bovary y Ana Ozores; tres mujeres por las que había desarrollado un rechazo desmedido –traicionando la naturaleza semántica de su apellido-, al sentirlas incapaces de romper las cadenas que las anudaban a su desencanto vital. La rotundidad del trágico final que las tres compartían no hubiera sido, para Martina, tan difícilmente inevitable. Y fue precisamente este pensamiento el detonante de todo. Debía ser como Alonso Quijano, aquel lúcido chiflado que, no encontrando aventuras que vinieran a su encuentro, se afanó en su procura. A pesar del final sin ventura de Don Quijote, Martina urdió un plan para escapar, quizás solo físicamente, de una vida mundana en exceso para cualquier letraherido. Una tarde, al llegar a casa del trabajo, Rodrigo encontró un post it con un mensaje de Martina: “Tú siempre serás mi Ítaca, pero me necesitan en Troya”. Rodrigo se sentó en la mesa del salón, como repentinamente aquejado por un cansancio infinito. Abrió su portátil, y comenzó a buscar cursos de costura.