Forever England

Inglaterra tiene el encanto especial permanente de aquellos lugares que han sabido guardar con celo el legado de los años, que han querido refugiarse de los azotes del tiempo. Todavía hay rincones donde permanece la esencia concentrada de tiempos pasados, donde puedes sentarte a conversar con fantasmas de antaño y escuchar historias que no parecen tan antiguas una vez se retira de un soplo el peso de las horas. Rupert Brooke es uno de esos fantasmas, de los que nunca se van del todo porque en vida no tuvieron la oportunidad de encontrarse. Cada noviembre los británicos colocan una amapola en el ojal de sus chaquetas, para recordar a todos aquellos que un día fueron a luchar por su país, o por una causa que creían justa –si existe justicia en la guerra- y nunca jamás regresaron. Me pregunto cuántas mujeres se acostaron durante años esperando al hombre que nunca pudo cumplir su promesa de volver a casa, cuántas agujas de reloj se negaron a dar marcha atrás para deshacer lo evidente, cuántos corazones se murieron en vida para siempre… Rupert Brooke no murió peleando, pero, ¿qué más da? No hay muertes dignas en la guerra. Se murió lejos de casa, suponiendo que algún día volvería a ver la campiña inglesa y a rememorar sus años de excesos y desenfreno en el lugar que lo vio hacerse un hombre.      

  
No existe vida más valiosa que otra, la importancia de los días que pasamos en este mundo se mide por la cantidad de felicidad que podemos recoger en el camino, se basa en nuestra libertad por conseguir la felicidad sin estropear los sueños que nos rodean y que no nos pertenecen. Si tienes un sueño, debes protegerlo y, partiendo de esa premisa, cualquier hombre debería tener el derecho de construir su propio destino; pero a veces la vida, sin quererlo, se desvía, y alguien toma el control que antes teníamos sobre nuestras acciones, haciéndonos permanecer en lugares en los que quizás nunca quisimos quedarnos, pudiendo alejarnos para siempre de todo aquello que en un principio con tanto esmero habíamos planeado para el final feliz de nuestra historia. ¿Es suficiente el amor para colmar una vida? ¿O es acaso la única vía posible para lograrlo?   

      
Alguien me contó que el amor era una invención del siglo XIX, un artificio racionalista que venía como anillo al dedo para el despilfarro ocioso de la nueva burguesía. Otro brutal desengaño en mi no tan corta vida, una cicatriz indeleble en mi cada vez más frágil, y por ende bastante poco útil, cobertura aislacionista de idealismo exacerbado.  Un respetabilísimo y laureado catedrático hablando del amor a la manera en la que Wikipedia te explica el proceso de investigación hasta el descubrimiento de la bombilla. Seguro que Edison era más romántico: “No he fracasado, he encontrado 99 maneras de no hacer una bombilla”. Sin embargo, aún hoy me gusta pensar que tal desenvoltura al teorizar sobre la deconstrucción del amor no se debió más que a una confusión de conceptos por mi parte, silente oyente dolida. Aquel hombre no hablaba del amor, hablaba, en todo caso, del matrimonio. Ya lo declaraba un censor romano hace más de 2000 años: “El matrimonio es una fuente de preocupaciones, todos lo sabemos. Pero no por ello hay que dejar de casarse, por civismo”. Y todos sabemos, aunque peque nuevamente de pretendida candidez, que las mejores historias de amor no culminan necesariamente con la proclamación oficial y reglada de un voto de amor eterno, un contrato tan socialmente conveniente como rescindible.

       
Pero volvamos a Brooke. La cuestión es que esta joven mente privilegiada abandonó el mundo con 27 años, qué breve. Y a pesar de todo, hay hombres que vivirán una centuria sin tener la mitad de vida que este precoz poeta británico. Una vida vivida a la que se llevó por delante la I Guerra Mundial. Debo reconocer que pensé que la suya era una más de esas historias de amor en conflicto: tú me amas, y yo te amo con toda la intensidad con la que puede amar alguien que sabe cercano su fin, a pesar de no superar la veintena. Pero la realidad es mucho más compleja que el hermosamente simple “Érase una vez…”. Brooke estaba enamorado del amor, y así, lo prodigó extensamente, sin distinción de sexo –de sobra conocida era su bisexualidad-, raza –las malas lenguas aseguran que perpetuó su descendencia en Tahití- o condición. Viajó por Estados Unidos, Canadá, el Océano Pacífico, Asia… No hay nada más poderoso que la engullente vorágine que otorga la juventud. Y, como sublimación a su coronación de joven Apolo, murió pronto, requisito indispensable si se quiere entrar en el Olimpo de la leyenda.   

     
¿Demasiado breve e intenso como para haber vivido una de esas relaciones marcadas, de las que dejan una huella indeleble inmune a naufragios? Ojalá pudiera preguntárselo. Aunque resulte inverosímil, Brooke murió en Grecia en 1915, 91 años después que su compatriota Lord Byron (eso sí que es ser romántico), y allí descansa hasta hoy. William Denis Browne, amigo del poeta, relataría poco después las condiciones de su muerte: “… he died, with the sun shining all round his cabin, and the cool sea-breeze blowing through the door and the shaded windows. No one could have wished for a quieter or a calmer end than in that lovely bay, shielded by the mountains and fragrant with sage and thyme” –parece que la poesía también se contagia-. La muerte vino a llevárselo en uno de los lugares más hermosos del planeta. No sé si es el tiempo o el destino, pero, sea como sea, no existen mejores maestros de ceremonias. 

      
Entre los amores infinitos de este casanova del siglo XX se cuenta Cathleen Nesbitt. Hay quienes piensan que el corazón tiene un espacio de almacenamiento limitado para el amor verdadero, quienes incluso atribuyen a dicha limitación una cifra concreta: 2, el número de veces con las que se cuenta con licencia para amar sin medida. Creo en el amor verdadero, como también creo que este representa un hallazgo escasísimo y afortunado, copiado hasta el hastío en réplicas que poco tienen que ver con el puro idealismo que lo inviste. Todo el mundo debería tener derecho a enamorarse de verdad al menos una vez en la vida, y darse cuenta de ello. Rupert Brooke sabía que iba a morir. Ojalá el destino le hubiera contrariado en su presentimiento al adivinar cercana la muerte, pero no. El poeta cogió lápiz y papel, y se despidió de Cathleen Nesbitt. ¿Era ella el amor de su vida? No lo sé, pero la escogió a ella, entre todos se acordó de ella: “… Gracias a Dios por haberte conocido. Sé feliz y buena. Tú has sido buena conmigo. Adiós, mi querida niña”. La carta lleva fecha del 18 de marzo, Rupert Brooke moriría en Grecia apenas un mes después. Cathleen Nesbitt lo haría en 1982, 67 años más tarde, a la edad de 93 años. ¿Fue Brooke su amor verdadero? Sería una crueldad del tiempo y del destino, siempre sufre más el que se queda. Aunque puede que, de no haberse marchado tan pronto, Brooke habría proseguido con una trayectoria amorosa parecida a la que mantuvo hasta entonces: amor infinito y sin medida –lo que viene siendo un pendón de hoy en día y de antaño-. Pero eso, en cualquier caso, nunca lo sabremos. No sé si a Cathleen Nesbitt se le rompió el corazón al recibir la carta de un amante exiliado de por vida en el recuerdo, ni si el idealismo que otorga el tiempo hizo aún más profundo el sufrimiento por su pérdida. Solo sé que, si ésas fueron las circunstancias reales, siguió adelante con su vida, sabiendo que alguien, al menos una vez, la quiso con locura. «If I should die, think only this of me: /That there’s some corner of a foreign field/ That is for ever England».

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