La isla del tesoro

«Había un tesoro oculto”, así comenzaba siempre la historia. Cuando era más pequeña, aquel cuento me fascinaba, no importaba cuántas veces lo repitiera. Cuatro palabras que otorgaban a Tomás -un abuelo, por lo general, tendente a la parquedad- el don de convertirse en un demiurgo con poder suficiente para conjurar la magia entera del universo en torno a la mesa de madera clara del patio, donde nos sentábamos todas las tardes a merendar. “Había un tesoro oculto”, y comenzaba la ceremonia.

La tempestad

La nana Casandra decía que el exagerado gusto del -por otra parte más que respetable- profesor Páramo por los placeres de la carne se debía a una confusión del destino y de sus ritmos, y es que el doctor había vivido, hasta hace bien poco, al revés. Había quemado hasta la combustión el salvajismo deleitable de su juventud más rabiosa entre lecturas añejas y ejercicios intelectuales, titánicos para alguien que no contara con una voluntad férrea e inamovible. Aquel hombre siempre quiso hacerlo todo, y todo quiso hacerlo bien.