NYC. Y sin embargo, te quiero

A pesar de sus numerosas y aireadas infidelidades, John F. Kennedy eligió a Jacqueline Lee Bouvier como esposa. Para él, aquella mujer era un enigma constante, un misterio sin resolver al que uno siempre regresa esperando encontrar, sin éxito, la clave. Así es Nueva York, un panal repleto de miel custodiado por abejas de afilados aguijones.


A Nueva York la precede la leyenda, y uno la visita por vez primera con esa candidez infantil a la que amenaza sin reservas la vorágine de una ciudad que nunca duerme. Como demuestra Woody Allen en los primeros minutos de su famosa Manhattan describir la ciudad no es tarea fácil, porque, aunque resulte imposible olvidarla, es un secreto a voces el que a veces, solo a veces, dan tantas ganas de quererla como de serle infiel sin medida.

De sobra sabes que eres la primera, que no miento si juro que daría, por ti, la vida entera, por ti, la vida entera… Y sin embargo un rato cada día, te engañaría con cualquiera, te cambiaría por cualquiera (Joaquín Sabina).

Pasamos 10 días en la Gran Manzana, en un piso bonito y pequeño que reservamos con antelación a través de Airbnb, un portal en el que propietarios de todas partes del mundo ofrecen alojamiento en más de 30.000 ciudades y casi 200 países. Nos hospedamos en el Harlem Latino, en la parte más septentrional de Manhattan. A 15 minutos en metro de Times Square, aquí todo el mundo habla español. La zona es lo suficientemente segura si uno tiene la prudencia de retirarse a tiempo cuando cae la noche. Aunque puede tomar algún tiempo orientarse en la intrincada red de líneas que conectan diversos puntos de la isla con otros distritos, desde el Bronx hasta Brooklyn, las tarifas de metro son más que razonables. Desde el mismo aeropuerto puede obtenerse un pase ilimitado de 7 días por 30 dólares –unos 24 euros–. El aguijón en la colmena de Nueva York es el frío de sus inviernos. Washington D.C. fue benevolente con nosotros, pero Manhattan nos recibió en lo que parecieron las vísperas de una nueva glaciación. Perderse en Central Park puede ser un acontecimiento romántico una bonita tarde de primavera, pero adopta un innegable viso de pesadilla cualquier ocaso de diciembre, despojando también de romanticismo a los atardeceres naranjas desde el puente de Brooklyn, sacudido por ráfagas de viento que, como arpías, no mostraron reparos en desmoralizarnos a base de helados zarpazos.

Pero el amor no es amor si uno ama cuerdamente, y lo cierto es que, a pesar de sus desaires, Nueva York tiene guardados más de mil y un gestos que rinden corazones. Una mañana en la que el sol brille por puro despiste es más que recomendable encaminarse hacia el límite sur de Manhattan, desde donde parte cada día el Staten Island Ferry. Sin tener que pagar nada por el trayecto, ofrece al viajero una panorámica del skyline de la ciudad y una visión frugal de una de las damas más famosas del país, la Estatua de la Libertad.

A dos pasos de Zara, emblema de la coronación de Amancio Ortega –un año más– como uno de los hombres más ricos del planeta, se encuentra la joya más bonita de la Quinta Avenida, la New York Public Library, en el edificio Stephen A. Schwarzman. Su entrada la custodian dos leones de Narnia y, entre sus mesas, uno puede pasarse las horas curioseando a la espera de adivinar entre lectores anónimos el rostro familiar de Vargas Llosa, visitante asiduo de la biblioteca y profesor ocasional en la vecina universidad de Princeton.

Lejos del ruido y la furia de Times Square, en el oeste de Manhattan, se extiende el Meat Packing District, una de mis zonas favoritas en la ciudad. Inaugurado en 2009, el High Line Park recorre kilómetro y medio al sur del distrito de Chelsea. Esta antigua vía de trenes de mercancía reconvertida en oasis urbano permite al paseante apreciar la ciudad desde una nueva perspectiva, pues las vías del tren se elevan varios metros sobre el nivel de la calle.

La novena avenida con la calle 15 es la ubicación del Chelsea Market, punto de encuentro de amantes del arte y la buena comida. Langosta fresca, cata de vinos, productos orgánicos y alguna que otra galería regentada por rockeros flacuchos al estilo de Keith Richards. La sede del mercado es una antigua fábrica de galletas responsable de la creación, en 1913, de las famosas Oreo. Hoy en día es además una de las localizaciones de la iniciativa Artists & Fleas, una comunidad de artistas locales que se reúne para poner a la venta diseños únicos y creaciones exclusivas.

Otra de las perlas de la Gran Manzana la constituyen, sin duda alguna, sus museos. Aunque la entrada no es gratuita la mayoría de las veces, algunos de los más famosos hacen una excepción durante algunas horas una vez por semana. Tal es el caso del MoMA, a cuyas puertas se congrega una cola interminable los viernes por la tarde para visitar, entre otras bellezas, a las señoritas de Avignon. Otro de los imperdibles de este circuito artístico es el inmenso Metropolitan, en el borde este de Central Park. En este caso, el importe de la entrada se presenta como un donativo voluntario, así que el visitante puede fijar el precio que considere justo o aquel que mejor se adapte al cambio que lleve en ese momento en el bolsillo. También, no solo por la calidad de sus exposiciones sino por lo emblemático del edificio que lo alberga, el museo Guggenheim es otra visita merecida. El precio de la entrada no es seductor pero, con suerte y por amor al arte, se puede disfrutar de un brownie y té de media tarde en la diminuta cafetería del tercer piso con vistas a Central Park.

Debo confesar que Alemania nunca ha estado en mi lista de países bien amados –y esto ya era así desde mucho antes de que la canciller Merkel se convirtiera en uno de los jinetes del Apocalipsis de la Troika–. Inclinaciones individuales aparte, nadie puede negar que los teutones manejan el arte de la cerveza con maestría. Así que, de vuelta al Meat Packing District, nos acercamos al Biergarten, un patio interior con mesas de ping-pong y gente guapa, donde se sirven jarras de cerveza inabarcables y Currywurst al estilo de la Oktoberfest.

Para elevar de categoría el impulso etílico vespertino nada mejor que dirigirse a 230 Fifth. Situado en un edificio de la Quinta, dispone de una terraza al aire libre y de un lounge en la planta 20, desde donde puede observarse la torre Chrysler o el Empire State. Una alternativa nada desdeñable frente a las largas colas que se forman en torno al Rockefeller Center para obtener una visión panorámica del corazón de la Gran Manzana.

Hace frío y lloran ríos en Manhattan, pero hay un lugar en la ciudad en el que es posible refugiarse por unas horas de los estragos del invierno. Ese lugar se llama Macondo, y debe su nombre a la villa ficticia que retratara García Márquez en Cien años de soledad. Cocina a la vista, música suave y latina y un poco de caribeñismo en una isla cuyo único vestigio tropical son los inmigrantes puertorriqueños. El menú de Macondo está elaborado con mimo, y aquí el realismo mágico de Márquez toma forma en deliciosas arepas asadas, dulce tres leches, guacamole o carne con yuca. El precio del viaje a Macondo se lleva momentáneamente la magia y nos deja a solas con el realismo, pero es un pecado en el que incurriría sin redención hasta el fin de los días.

Cumpliendo con la tradición, la víspera de fin de año intentamos una incursión a la abarrotada Times Square. Minutos antes de que el reloj diera paso al 2013, conseguimos hacernos un hueco en un rincón del Bryant Park para ver caer la bola infame. A pesar de la aglomeración, es difícil no contagiarse del ambiente festivo que inunda Midtown con la llegada del nuevo año. Y como no todo iba a ser perfecto, en lugar de hacernos con una botella de champán e ir a festejarlo con fuegos artificiales a Central Park, compramos entradas para una fiesta cuya localización no se desvela hasta pocas horas antes de New Year’s Eve. Con la promesa en el aire de que el año anterior la celebración había sido legendaria, el 2013 nos pilla de pronto haciendo cola en un antiguo almacén en una zona industrial de Brooklyn… Solo diré que a Pocholo Martínez-Bordiú le hubiera encantado.

Después de días de vino y rosas con espinas en Nueva York, el 3 de enero volamos rumbo a una de las ciudades más bonitas de la Costa Oeste, San Francisco, en el estado de California. Más de 4.000 kilómetros separan ambas ciudades. Seguimos en ruta por este país inmenso como el océano.

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