Llevaba años sin saber de Julián. Un día, mientras ojeaba el periódico, me llamó la atención una reseña sobre un libro que compilaba los casos más extraños de la historia de la Medicina. Solo supe de la enfermedad de beriberi, por tanto, mucho después de que nuestros caminos se separaran.
El primer registro de esta dolencia se remonta a la Segunda Guerra Mundial, periodo durante el cual aquejó a miles de soldados que combatieron en Singapur. La causa, según los médicos, no era otra que el sometimiento de los combatientes a una dieta paupérrima, basada eminentemente en la ingesta de arroz refinado. Tal privación nutricional acababa traduciéndose en un grave déficit de vitamina B1. Hasta aquí, nada sorprendente. Sin embargo, entre la profusión de efectos indeseados desencadenados por esta dieta forzosa, uno de ellos destacaba entre el resto por lo particular de su naturaleza: todos los enfermos de beriberi se convertían en expertos fabuladores.
Así, mi desconocimiento sobre Patología fue el único responsable de que supusiera que Julián compartía el don divino de describir realidades llenas de Macondos por pura coincidencia de nacionalidad con el Nobel. Craso error, pues atribuirle tales bendiciones a mi rolo no hacía sino convertirme en esclava de mi propia fascinación. Para mi romance americano, el realismo mágico no era resultado de ninguna genial ficción literaria, sino el reflejo mismo de una realidad cotidiana y palpable. No sabía yo entonces, en plena fase de deslumbramiento, que lo único que andaba mal con Julián no era otra cosa que un grave déficit vitamínico, ya que la única gesta culinaria que podía atribuírsele a aquel muchacho huérfano de madre no iba más allá de hervir arroz blanco.
Julián había estudiado Medicina en Bogotá. Como requisito indispensable para licenciarse, los futuros médicos compartían la obligación de prestar un año de servicios en una comunidad rural. A él le había tocado Icononzo, un municipio de no más de 10 000 habitantes situado a 1304 metros sobre el nivel del mar. Por aquel entonces, ni siquiera se contemplaba la idea de un proceso de paz. Las FARC continuaban su incursión armada, que incluía la protección de los campos de coca para la financiación de la causa –fuera cual fuese a esas alturas–, pero sobre todo para la obtención de réditos más que generosos para la guerrilla y los paramilitares. Una tarde de lluvia –así fue como me lo pintó el propio Julián–, cinco hombres armados y con el rostro cubierto llegaron a Icononzo reclamando al médico de servicio. La hija del terrateniente de la explotación ganadera más próspera de la región, a quien los guerrilleros cobraban un impuesto de 15 000 pesos por cada cabeza de res que poseía, se había puesto de parto en el campamento de las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Cargaba dos bebés en su vientre, y el pronóstico no parecía en absoluto halagüeño.
No es que Julián diera su consentimiento para ayudar a la futura mamá, simplemente le cubrieron los ojos con una venda y lo invitaron, con toda la cordialidad que puede reunirse cuando se empuña un fusil, a subirse al todoterreno que había aparcado fuera de la clínica. Después de tres horas de adentrarse en el inmenso bosque húmedo de Tolima, traqueteando por carreteras construidas por la propia guerrilla, Julián pudo retirarse la venda. Quizás la providencia o su condición de alumno aventajado fueron quienes le ayudaron a salir del paso; sea como sea, el joven aspirante a médico se las arregló para llevar aquel parto a buen término y poder regresar a la tranquilidad de su consulta rural en Icononzo.
Eran varios los internos a quienes les había sido asignado el mismo destino que Julián. Compartían entre todos alojamiento y penurias, pues los sueldos, aparte de ser poco más que simbólicos, no solían llegar en la fecha prevista. La visita de Julián a las FARC se había convertido en una hazaña repetida hasta la saciedad en cada velada después del trabajo, administrada entre sorbitos de aguardiente y una suerte de incredulidad generalizada con respecto a las más que posibles exageraciones con las que el joven doctor adornaba su historia cada noche. Con todo, apenas una semana después de la visita de los guerrilleros, a Julián le anunciaron que alguien muy importante para la comunidad había llegado en su búsqueda. Como estaba pasando consulta, pidió que no hicieran esperar a aquel señor a quien todos suponían una relevancia tremenda -no fuera que además viniera acompañado de la persuasión inherente a la guerrilla-, y solicitó que lo invitaran a pasar de inmediato a su gabinete. Cuando por fin se abrió la puerta, el nerviosismo del doctor se esfumó de golpe, dando paso a una incómoda carcajada ante lo inverosímil de la escena que allí se le presentaba.
No fue un hombre de aspecto temible quien cruzó el umbral de la consulta aquella mañana; quien sí entró majestuosamente en la sala fue un hermoso gallo de porte casi aristocrático, contoneándose a sus anchas, como si fuera un temible Velociraptor y no un ingrediente más del caldo de pollo que Julián pensaba preparar en cuanto lo desplumase. Al cuello, llevaba anudado un cordel con el que su dueño lo sujetaba, si bien aquella circunstancia no restaba ni un ápice de dignidad al pájaro.
El amo de la presunción hecha ave se llamaba Germán Jaramillo, orgulloso abuelo de dos desde que Julián asistiera en el parto a su única hija. Según las indicaciones del terrateniente, Atila era el mejor gallo de pelea jamás nacido en el departamento de Tolima y, de dejarlo pelear en otras arenas, probablemente de toda la República de Colombia. Jaramillo esperaba que el doctor considerara al pájaro como una valiosa prenda ante su profundo agradecimiento por haber salvado la vida de su hija y de sus nietos, así que a Julián no le quedó más remedió que aceptar el presente. Cuando Atila llegó a casa, la presunción de que iba a acabar hirviendo dentro de una olla junto a un par de zanahorias quedó totalmente desterrada. Aquella arpía pomposa adoptó una actitud tan mansa y agradable para con el resto de compañeros de departamento de Julián que enseguida ascendió en la cadena trófica, adquiriendo la categoría inviolable de mascota. Es más, su comportamiento estaba tan en las antípodas de lo que declamaba su nombre legendario que hasta acabaron por rebautizarlo: Gandhi. Gandhi era el nombre que correspondía por derecho a aquel gallo pacifista.
No obstante, algunos kilos menos y dos meses de retraso en el pago de los salarios dieron un giro inesperado a la apacible vida de Gandhi. La opción de comerse al gallo quedaba fuera de toda discusión; pero, si bien había sido entregado como pago en especias por su imbatible destreza sobre el palenque, lo cierto es que, hasta la fecha, nadie lo había visto pelear. Aquella misma tarde, los médicos reunieron las pocas monedas que habían guardado en previsión de vacas flacas y se acercaron a la “Gallera” con el objetivo de inscribir a Atila en el combate –usar el nombre de Gandhi en tales lides hubiera denotado una falta de tacto y buen gusto considerables, especialmente cuando el resto de combatientes respondían a nombres de señores tan agradables como Hitler, Mao, Stalin, Pol Pot o Leopoldo de Bélgica–. En aquel ambiente hostil, donde los gallos que no peleaban hasta la muerte se consideraban de “poca casta”, Atila no tenía nada que hacer, pero al menos libraba a los doctores de tener que cargar por siempre con la culpa sucia de haber matado al pobre pájaro con sus propias manos. Esa noche, ante las miradas atónitas de los residentes, aquella ave insulsa que se pasaba las tardes acurrucada sobre el regazo de quien alcanzara a sentarse primero en el sofá se transformó en un aniquilador de genocidas en cuanto pisó la arena, donde volvía a recuperar los ademanes de reptil jurásico que Julián le había adivinado en su primer encuentro con el ave.
Atila proporcionó a los médicos una fuente de ingresos estable durante el resto de su año de residencia en Icononzo. Aquel gallo, ya lo había anunciado Germán Jaramillo, era tan bueno que podía haberse proclamado vencedor en los campeonatos internacionales de Colombia, donde las peleas son reconocidas de forma legal; pero el fin del año rural de los doctores y su asignación a nuevos destinos donde su labor se vería por fin retribuida con un salario digno y puntual los alejó definitivamente del destino final de la mascota aniquiladora. Según Julián, de lo que pasó con Atila una vez que abandonó Tolima poco se sabe, aunque a mí me gustaba imaginar que el gallo había disfrutado de un retiro dorado en algún corral inmenso, aprovechando la condición de pacifista que le otorgaba su pseudónimo en la clandestinidad.
Llevaba años sin saber de Julián, y aquel día, mientras leía en el periódico la reseña sobre el libro que recogía los casos más extraños de la historia de la Medicina, me acordé de la historia de Atila y del gusto desmesurado de mi antiguo amor colombiano por el arroz blanco: “…la guerra, en este caso los combates por Singapur durante la Segunda Guerra Mundial, ofreció sujetos de investigación para comprender parte del funcionamiento de la mente. Sometidos a una dieta pobre de arroz refinado, miles de soldados contrajeron la enfermedad de beriberi, una dolencia que provoca problemas cardiacos, tics o anorexia, y que, además, convierte a quienes la sufren en mentirosos”.