XXXV Premio Félix Francisco Casanova

Mucho antes de tan siquiera intuir el arrebato apasionado del primer amor, y aún sin levantar apenas dos palmos del suelo, Felicia Varela se juraba solemnemente jamás amar a hombre alguno. La niña, que había nacido bonita y con ojos de gata, no tenía ninguna referencia memorable de los efectos balsámicos del amor. Al contrario, y según su limitada experiencia en asuntos de querencias, todo aquello que un hombre tocaba se convertía en cenizas para siempre. Fue su bisabuela Imelda quien la introdujo en el oficio de proscribir a cualquier hombre que mostrara un atisbo de atención hacia su persona, siempre con la vana esperanza de que la más joven de un clan de mujeres rotundamente románticas jamás saboreara con excelencia la decepción de los amores frustrados, una tradición decididamente familiar. Así, Felicia recordaba con una sonrisa dulzona cómo Imelda la perseguía ocasionalmente, escobillón en ristre, por el patio de la casa, con el firme propósito de barrerle los pies aprovechando su cansancio por la huida entre risotadas mutuas; siempre amparada en el mismo grito de guerra:

-¡Así ya no te casas!

Podría parecer irracional un comportamiento tan sentenciosamente previsible, pero la causa de tal singular postura no respondía a ningún capricho absurdo; por el contrario, se  sustentaba en hechos que se remontaban a las ramas más elevadas del árbol genealógico de Felicia; y así, día tras día, la niña alimentaba su particular visión del amor y los hombres en base a historias reales, que sin embargo salían de boca de sus oradoras, siempre mujeres, embriagadas de nostalgia y fantasía. Por ello, en asuntos de amor, Felicia nunca supo hallar la frontera entre realidad y ensueño, y su imaginación se empapaba con historias que no parecían tan inciertas en contraste con la observación silente y minuciosa del entorno. A Felicia nunca le resultó extraña la total ausencia masculina en el hogar, aunque nada lograba salvarla de las ocasionales acusaciones que la señalaban en los alrededores como una compañía non grata para medrar en sociedad. En resumidas cuentas, Felicia habitaba en uno de esos lugares en los que la densidad de población era suficientemente escasa como para poder inquirir entre la vecindad algún capítulo de la biografía propia olvidado, bien por un lapsus momentáneo, por un mal disimulado y en ocasiones necesario embriague etílico o por simple conveniencia. En aquel lugar, el determinismo cobraba viva fuerza de boca en boca. Así, si te olvidabas de quién eras, probablemente acabarías convertido en aquello que los demás contaban sobre ti.

– Es uno quien tiene que escribir su propia historia, niña–, la había amonestado su bisabuela la primera vez que llegó a casa de vuelta del colegio atragantada de impotencia y lágrimas amargas. Imelda era una mujer de apariencia delicada, aún conservaba los pómulos marcados y la boca insolente de su juventud más rabiosa , en los que el tiempo no había logrado hacer mella. Y sin embargo, su voz grave y la determinación en sus maneras la investían de una presencia poderosa, y al estar ante ella uno se daba cuenta de que su radiante belleza, ahora difuminada al compás de las horas vividas, no era más que una bonita carta de presentación que intimidaba profundamente a cualquier interlocutor que trabase con ella una conversación más allá de las cotidianas cortesías formales que dicta la buena educación. Penélope, su nieta, competía con su abuela en belleza y determinación. – Es uno quien tiene que escribir su propia historia–. Eso le había dicho Imelda a Felicia la primera vez que la acusaron de herejía social,convirtiéndola en proscrita ante los ojos de la púber Inquisición popular.

– ¿Hay hombres en tu casa? –, una pregunta aparentemente revestida de pretendida inocencia, y de ahí en pendiente hasta el sorprendente hallazgo de que aquellas lenguas viperinas la envenenaban a ella y a su familia con historias macabras sobre neonatos enterrados en vida por haber nacido varones, acusándolas de pronunciar conjuros y regentar burdeles, entre otras terribles hechicerías.

– Mi madre dice que en casa de las Varela se comen a los hijos varones y luego entierran los restos en la huerta, junto a las coles. 

Ojalá la rabia que consumía a Felicia le hubiera dado un momento de tregua para apreciar con pleitesía el mérito subyacente a tal ingeniosa invención, resultado evidente del recelo femenino a que, en un tejado tan pequeño, hubiera tanta gata suelta; pero sólo tenía ganas de correr, de huir lejos de allí hasta quedarse sin fuerzas. Y entonces recordó una visión terrible, una pintura de Goya que había pasado a formar parte de su imaginería en su versión más oscura, Saturno devorando a un hijo. Aún recordaba cómo se estremeció al verla por vez primera, aquella faz descompuesta por la locura en un arrebato caníbal de crueldad parricida. 

–¿Por qué un padre haría algo tan terrible?–, fue la primera pregunta que se le vino a la cabeza mientras contemplaba el lienzo, y la expresó en voz alta, sin comprender.

– Porque tenía miedo, cariño, ten cuidado con el miedo–. Aquella vez Felicia asintió sin entender, desde siempre tuvo la intuición de que el destino revelaría en el momento preciso el significado de todo aquello que era incapaz de asir al instante, pero guardaba con celo cada uno de los consejos que emanaban de puertas adentro de la casa. Por eso, cuando regresó aquel día enjugando las lágrimas de sus ojos felinos con la manga sucia de la camiseta, aun sin desvanecerse, el pesar remitió ante el consejo de Imelda y el humor socarrón de su madre.

– ¿Qué te pasa, mi vida?

– Me han dicho en el colegio que nos comemos a los niños y luego los tiramos a las coles–.

La respuesta de Penélope fue instantánea y fulminante:

– Por supuesto, por eso tenemos las mejores coles del pueblo.

Lo cierto es que nadie podía explicar el hecho poco frecuente, aunque no por ello imposible, de que todos los descendientes de los Varela fueran exclusivamente hembras. Como muestra de que un acontecimiento en apariencia casual puede derivar en inquietud ante el extrañamiento de todo el que está fuera del influjo del azar caprichoso, Penélope consumió pepinillos en vinagre con devoción durante todo su embarazo; tantos, que ahora la simple intuición de su olor le producía arcadas. Este consejo, harto extravagante, había llegado a oídos de Penélope en boca de Izabel, una vecina con fama de bruja llegada al pueblo de allende los mares. Izabel perdía la razón al mismo ritmo en el que aumentaba su desesperación al aguardar incansable a un marido exiliado por siempre en el recuerdo, que ya demoraba en más de veinte años su regreso. Era ella quien aseguraba con total convicción que una ingesta continuada de pepinillos durante el período de gestación conduciría irrevocablemente al nacimiento de un varón, y fue ella misma la encargada de sazonar y poner en conserva los pepinillos para enviárselos a la embarazada, que los ingería con fe. Tal llegó a ser la confianza depositada por Penélope en las depuradas técnicas de selección genética de Izabel, que había escogido desde el primer momento un nombre para el futuro vástago, Félix. Y así, para certeza de Imelda y muy a pesar de los pepinillos, nació Felicia, que ahora entendía la causa de su gusto exagerado por las ingentes cantidades de vinagre sobre las ensaladas. De esta manera, Penélope supo que los fundamentos científicos que sustentaban la teoría izabelina acerca del efecto varonil de los pepinillos se resumían en una evidente reminiscencia fálica. ¿Habría funcionado mejor con pepinos?

Hubo un tiempo en el que Felicia también había sentido intriga por hallar una explicación convincente a la evidente ausencia de testosterona en el hogar. Pero Imelda aplacaba sus ansias de saber con teorías astutamente fundamentadas en leyendas a las que la niña tenía acceso en los libros, que devoraba con presteza, dándoles el mismo estatus en su interpretación del mundo que a las lecciones de historia. Por eso, cuando su bisabuela le dijo que el hecho de que ningún hombre viniera a perpetuar la estirpe familiar se debía a que los ascendentes de las Varela provenían de una antigua casta de amazonas y sirenas -que bien servían ambas para el propósito pretendido-, la niña consintió la farsa sin dudarlo un instante. En el hogar de Felicia no se penalizaba el engaño, se condenaba la falta de imaginación.

Sería injusto hablar de censura inquisitorial en una casa en la que cualquier extraño apreciaba gratuitamente signos de libertinaje, pero en las estanterías de su biblioteca, Felicia jamás halló un relato que concluyera con el manido y ansiado: “fueron felices para siempre”, una máxima rechazada por las Valera a causa de sus efectos perniciosos para la vida en general, a corto y largo plazo. Con el tiempo, cuando halló el momento preciso para materializar en palabras la curiosidad que suscitaba en ella el descarado genocidio literario perpetrado por sus mentoras, del que eran víctimas todas aquellas obras que mostraran el más mínimo atisbo de tendencia al idealismo,la respuesta que recibió la pupila anuló cualquier intento de réplica:

-El síndrome de Don Quijote.

-¿Don Quijote?

-La maldición de Alonso Quijano, cariño. Una vida entera buceando plácidamente entre burbujas de idealismo, planeando comerte el mundo, hasta que sales ahí fuera y es el mundo el que te come. Y entonces viene la parte en la que te mueres de pena. Hay que acostumbrarse a comer carne cruda. Dura lex, sed lex.

Cuando aún no tenía edad suficiente para leer, su madre acudía cada noche a su habitación, portadora de historias jamás escuchadas envueltas en una voz dulcemente rasgada, que Felicia escuchaba con la admiración sincera de la que sólo son capaces los niños. Era entonces cuando se le ocurría que Penélope debía ser descendiente de Sherezade; Las mil y una noches siempre había ocupado un puesto de honor en el index que recogía los títulos de todos los volúmenes de la biblioteca doméstica. Noche tras noche, la madre de Felicia revelaba pasadizos hacia mundos desconocidos, embriagando la imaginación de la más joven Valera con palabras que no sonaban igual cuando se pronunciaban en voz alta. Y así, la niña de los ojos de gata conoció a Romeo y Julieta, a su entender, amantes reñidos en desgracia con Calisto y Melibea. Sintió una rabia sorda ante el abandono de Ariadna, a quien Teseo había dejado atrás sin miramientos tras aprovecharse de su valiosa ayuda. Se sorprendió ante el suicidio de Dido, poderosa y bella reina de Cartago, a causa del amor no correspondido de Eneas. Y jamás llegó a comprender, entre otras muchas cosas, por qué Casandra, una abuela a la que sólo conocía de oídas, escogió para su hija el nombre de Penélope, si lo que más odiaba en el mundo su madre era que la hicieran esperar.

A veces, esas historias escritas por sabios se intercalaban con relatos de antepasados, en ocasiones no tan lejanos, de la propia familia; narraciones con protagonistas por cuya sangre corría la misma sabia que circulaba por sus venas, cuentos que habían pasado boca a boca, de generación en generación, adquiriendo de manera inevitable la pátina de leyenda con la que sólo el tiempo sabe revestir al pasado. Y fue así como conoció a Benicio, y la historia de otros tantos nombres que, por alguna causa, se habían quedado en el camino. Penélope le contaba que su padre era guapo, como para no acabárselo. Benicio la había amado incluso antes de conocerla, y no cejó en su empeño hasta que consiguió su propósito; y así, un día fue a buscarla para regalarle el mundo, con todo el aplomo que puede esperarse en un hombre y como sólo saben hacerlo los caballeros. Y ella siempre lo miraba de frente, mientras él le juraba amor y lealtad, mientras le hacía promesas que no iba a cumplir jamás, aunque aún no lo supiera. Penélope le ponía nombre a la felicidad cada vez que aquella voz grave y segura susurraba en su oído, la boca pegada al lóbulo de su oreja:

-Para vivir así, mejor no morirse nunca.

Y los días transcurrían tranquilos. El verano parecía no tener fin cuando estaba a su lado. Y sin embargo, por alguna razón que no alcanzaba a comprender, ese estado de felicidad perenne despertaba en ella una inquietud que en ocasiones se parecía demasiado al miedo, miedo a saberse extraordinariamente afortunada, a sentirse culpable sin causa alguna, como si todo aquello que amara fuera a desvanecerse de inmediato.

Fue él quien la llevó a las cataratas de Iguazú, el único lugar del mundo con arcoíris de luna llena. También fue él quien se empeñó en trepar hasta la cornisa de la segunda planta, otra noche con luna, porque se habían dejado las llaves de la casa en algún lugar del dormitorio, abandonadas junto a la ropa que se habían arrancado a besos y con recíproca entrega minutos antes de salir. Y asimismo y sin fortuna, fue él quien le sonreía orgulloso instantes antes de perder el equilibrio y la vida, precipitándose contra el suelo desde la segunda planta. Murió en el acto, ante la mirada incrédula de Penélope; y nunca supo que Felicia venía en camino. Aquella misma noche, Penélope Varela se arrancó el corazón con sus propias manos y lo guardó en un cofre verde que arrojó con furia al mar, con la esperanza de no volver a encontrarlo nunca más. Un día de confesiones a media vela, Imelda le contaría a Felicia que su madre había logrado sobrevivir entonces gracias al latido de su diminuto corazón, un ritmo frenético que Penélope sintió de pronto vivo en su vientre, cuando creía haber perdido para siempre las ganas de respirar. Aún hoy, Felicia tenía la costumbre de apretar fuerte la cabeza contra el pecho de su madre, con la esperanza de percibir un solo latido, pero la espera era siempre vana. A pesar de su pretendida fortaleza, Felicia conocía demasiado bien la cicatriz que Penélope ocultaba en la pierna izquierda, recordatorio permanente de una noche para olvidar, en la quesu madre pensó que, tras la muerte de Benicio, arrojarse al vacío desde la balconada de la casa familiar vendría a poner remedio a la nada que sentía en el lado izquierdo del tórax. Pero sobrevivió al intento. Durante la convalecencia, descubrió que Benicio no se había ido dejándola sola. Fue esa la primera vez que sonrió en mucho tiempo, y fue justo entonces cuando decidió que su hijo llevaría el nombre de la felicidad –pepinos aparte–. A raíz de la muerte de Benicio, Penélope se propuso inculcarle a su hija otra máxima ineludible:

-Todo lo bueno tiene un final, Felicia.

-¿Y eso qué significa ? -Que lo malo también.

Otra de esas personas a las que no conoció más que a expensas de las historias escuchadas siendo niña se llamaba Casandra. Promiscua por una buena causa y pelirroja de nacimiento, y a la que, de haber seguido viva, llamaría “abuela”, Casandra se había casado con un canalla infiel del que era rabiosamente irremediable no enamorarse: Don Urbano Mendoza, alias Don Bellaco. Tras un breve periplo matrimonial y romántico, el entusiasmo de Don Bellaco por la vida conyugal comenzó a flaquear. Poco después del nacimiento de Penélope, Urbano juraba por el dios que fuere que cada mañana despertaba con el mismo sueño de buscar fortuna en las Indias Orientales, de donde regresaría convertido en un hombre respetable –como si uno necesariamente tuviera que irse a Pakistán a buscar el respeto-, y allá que se fue. Casandra llenó cuanto pudo las horas de espera al ritmo amortiguado de Compay Segundo, repitiendo incansable el Llora mi nena, una de sus canciones favoritas, ahogando inútilmente el sabor amargo de su partida con tragos interminables de aguardiente mezclado con canela y naranja. Y así fue hasta que su paciencia dijo basta y, cargada con lo imprescindible e innecesario, partió hacia la India en expedición “urbana”, con la esperanza de encontrar a Don Bellaco y con la dirección anotada en el sobre de la última correspondencia que había recibido por su parte como única referencia. Medio año más tarde fue a dar con sus pasos en Bombay, al frente de una exitosa factoría textil y pillado in fraganti con una caprichosa amante india de ascendencia británica. Así que Casandra arrastró a su lecho a todos y cada uno de los socios de Urbano en el floreciente negocio, y regresó de la India con el sabor agridulce de la venganza tras la coronación de su marido como el cornudo más flagrante de todo Bombay, ojo por ojo. Poco antes de morir en el lugar que la vio nacer por una fiebre amarilla contraída a orillas del Ganges, Casandra se enteraba de la ruina de la fábrica textil regentada en parte por Don Bellaco, que se había quitado la vida como sólo saben hacerlo los románticos, abrumado por la quiebra.

-El tiempo pone todo en su lugar-. Fueron sus últimas palabras. Como homenaje a esta fuerza pelirroja, una vez al año y sin faltar, las Varela se reúnen en torno a la mesa y brindan con aguardiente mezclado con canela y naranja a la salud de Casandra, entonando a coro y entre risas una canción que parece haber sido compuesta en exclusiva para ella:

-¡Tres veces te engañé: la primera por coraje, la segunda por capricho, la tercera por placer!

La última de las vitrinas de esta galería familiar la ocupaba el señor Florentino Leal, marido de Imelda fallecido de puro viejo, del que no había que comentar demasiado, más que había sido un hombre bueno y que, de tanto amar la vida, había dejado este mundo aferrado con desesperación a los brazos de su mujer, bramando incansable, como si la muerte cercana fuera a escucharle:

-¡Que no me lleve, Imelda, que no me lleve!-. La bisabuela de Felicia, sin embargo, siempre prefirió considerar la alternativa que apuntaba a que la desesperación de su marido en la última vuelta del camino respondía a un acceso frenopático, y no a simple cobardía, y así lo defendió durante toda su vida. Por lo tanto, y aunque resultara paradójico, únicamente por respeto a Florentino, todos y cada uno de los componentes de la familia Varela afirmaba, sin sombra de duda, que el señor Leal perdió la cabeza a las puertas de la muerte, que no la dignidad.

Pero llegó un momento en el que, de tanto repetir historias sobre amores contrariados, hombres cobardes y caballeros extintos, Felicia Varela comenzó a preguntarse si convertir su corazón en eterno proscrito no sería un castigo demasiado severo para alguien que aún no había osado cometer falta alguna, y empezó a sentir por el amor una atracción parecida a aquella fuerza poderosa que invoca a lo prohibido. Y un día como cualquier otro, un hombre llamó a la puerta. Se llamaba Máximo, y de sólo oír pronunciar su nombre Felicia ya notó que el corazón le latía como si quisiera salírsele del pecho. Llegó con el cabello revuelto y mojado, oliendo a mar, y fue como si todo el océano entrara de pronto en la casa, anegando hasta el último resquicio. Imelda sabía bien que aquel hombre había acudido en busca de Felicia; no era la primera vez que sus ojos sabios contemplaban una escena parecida, pero no podía evitar mirar turbio, con el paño de tragedia que ensombrecía tal visión, así era el sino de las Varela. Entonces, Penélope reparó en lo que aquel muchacho traía bajo el brazo, un cofre verde malgastado por las olas, que conocía tan bien como la palma de su mano, pues en otro tiempo había sido centinela de un corazón desgarrado de pena. Máximo depositó el cofre sobrela mesa de la entrada, y de tan sólo rozar sus dedos sobre la madera desgastada, Penélope sintió calor, por vez primera en mucho tiempo, en el lado izquierdo del tórax; y revivió la misma felicidad caliente que la había golpeado cuando asistió por vez primera a los latidos de Felicia; una felicidad que, de tan buena, casi dolía; y rompió a llorar con lágrimas dulces.

-Máximo y Felicia… ¿de verdad crees que serán felices?-. E Imelda contestó a aquella pregunta formulada por Penélope como un conjuro, espantando a todos los fantasmas del pasado:

-Es uno quien tiene que escribir su propia historia, niña. 

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