La nana Casandra decía que el exagerado gusto del por otra parte más que respetable profesor Páramo por los placeres de la carne se debía a una confusión del destino y de sus ritmos, y es que el doctor había vivido, hasta hace bien poco, al revés. Había quemado hasta la combustión el salvajismo deleitable de su juventud más rabiosa entre lecturas añejas y ejercicios intelectuales, titánicos para alguien que no contara con una voluntad férrea e inamovible. Poco después de doctorarse, contrajo matrimonio con una mujer discreta, sin dejarse llevar jamás por noches de sexo desenfrenado o pasiones mundanas, actividades telúricas en exceso para alguien de su talla intelectual. Nunca había conocido la duda o la ocasional debacle existencial, pues la meta de todos sus esfuerzos se proyectaba en su horizonte con tal nitidez que la idea de que pudiera constituir un imposible se le antojaba una locura sin concesiones. Aquel hombre siempre quiso hacerlo todo, y todo quiso hacerlo bien; lo cierto es que podía decirse que el profesor era un hombre hecho a sí mismo, paradigma de superación personal y ciudadano ejemplar para los cánones de la mayor parte de sociedades civilizadas de Occidente, especialmente las decimonónicas. Y como nunca había cultivado el refinado arte de la modestia, reservaba esa costumbre a la prudencia oriental; un universo, por tanto, lejano y omisible.
Curiosamente, sin ceder terreno a la amabilidad, el doctor se había granjeado la admiración de gran parte de los de su gremio, e incluso alguna que otra amistad perdurable. Había formado una familia decente y tenía una posición económica lo suficientemente desahogada como para satisfacer no solo sus necesidades básicas y caprichos, sino también los de sus allegados. A pesar de todo, el profesor era un hombre de gustos sencillos, petrificados en la costumbre. Creía con una convicción ciega y aplastante que, si algo funcionaba, no existía la necesidad de modificarlo. Esta premisa inamovible lo situaba en una burbuja de confort difícil de traspasar; y así, el devenir de sus días transcurría en una letanía monótona y cadenciosa que, lejos de aburrirlo, le producía gran satisfacción.
Encontraba la felicidad en pequeños placeres cotidianos: un paseo en bicicleta con sus hijos bajo el sol de otoño junto al río, el olor del perfume sobre la piel de su esposa antes de una noche en la ópera, el gusto aterciopelado de un buen tinto acariciando su lengua al compás de una cena suculenta, o la consistencia perfecta de la tarta de chocolate con almendras que preparaba la nana Casandra cada lunes en su visita semanal a casa del matrimonio. Esta mujer, de cabello níveo y mejillas sonrosadas, llevaba trabajando al servicio de la familia desde hacía más de veinte años y, aun con discreción, había pasado a formar parte indispensable de la vida doméstica del matrimonio, a cuyos hijos había acunado con esmero desde el primer día. El profesor era un hombre de gustos preciosos y particulares en lo concerniente a la elección de las personas que pasaban a formar parte de su círculo más íntimo, pero el cariño que toda la familia profesaba por la nana Casandra era recíproco y duradero; también quizás la única relación del doctor, sin contar su esposa y consanguíneos, que quedaba exenta de cualquier atisbo de recelo o reconsideración sin previo aviso.
Si bien no dado a profesar sus emociones, pues la exaltación romántica era una costumbre que consideraba harto vulgar, era particularmente extraño que transcurriera un solo día en el que el Páramo no se sintiera feliz, habiendo ocasiones, incluso, en las que se sabía exultante. Pese a todo, la mayor concesión que se otorgaba para demostrar tal estado de plenitud era dejar que La bohème sonara en el tocadiscos durante el desayuno, a veces incluso también durante la cena; un código de conducta perfectamente reconocible para todos los inquilinos del hogar familiar, que respetaban los hábitos incorruptibles del patrón de la casa y hasta caminaban de puntillas, susurrantes, cuando el doctor se sentaba a trabajar tras su escritorio de ciprés.
El profesor podía pasarse horas encerrado en su despacho, donde perdía a menudo la consciencia del tiempo y del espacio, ebrio de poesía y virtud academicista. Las palabras eran su gran pasión, daban un sentido último a su existencia y las creía responsables de todos sus logros y conquistas. Salían de su pluma a voluntad, trazando cercos de un azul intenso como el océano. Desde aquel plano horizontal cobraban vida, y se levantaban del papel con una tangencia innegable, que desbordaba los confines del luminoso estudio. El doctor era, en fin, un demiurgo de la palabra, una idiosincrasia consabida que lo hacía inmensamente feliz y de la que disfrutaba sin sombra de modestia.
A pesar de todo, un día, sin previo aviso, llegó a esa altura del camino en la que a algunos se les pierden los sueños, también a él, y empezó a preguntarse si el destino no le habría jugado una mala pasada y empezara a condenarlo ahora, a sus casi cincuenta años, a la enfermedad incurable del eterno insatisfecho. Ya había escuchado testimonios ajenos que describían los síntomas de esta dolencia metafísica, a la que él habría de referirse como “el mal de Fausto”, pero tales misticismos nunca habían merecido su atención plena. Desde su atalaya de clarividencia no constituían sino una muestra más de la debilidad de espíritu de los seres mediocres, condenados sin descanso a vivir subyugados bajo el propio peso de su indeterminación.
No recordaba con exactitud el momento en que “el mal de Fausto” había entrado en su vida. Sí tenía plena consciencia, muy a su pesar, de que el desencanto lo había golpeado con tal virulencia que, en menos de un año, había destruido casi la totalidad de aquella realidad en la que había puesto un empeño que sabía irrepetible, su otrora infranqueable torre de marfil. Noche tras noche se acostaba borracho de desengaño, y cada mañana despertaba con la boca seca y una resaca de frustración insoportable.
El vino dejó de ser un placer para convertirse en una necesidad apremiante con la que poder adormecer la ansiedad que lo perseguía hasta en sueños, y el miedo se apoderó de todos sus movimientos, pues hasta el más insignificante acto cotidiano venía ahora marcado por un nuevo y contundente sello de fatalismo. Los libros, que antes escogía con precisión de ebanista para que entraran a formar parte de su colección personal, comenzaron a amontonarse, intactos y amenazantes, en las estanterías de su despacho, del que ya no cerraba nunca las ventanas por temor a ahogarse en aquel arrecife de naufragios. Los lomos coloridos de los volúmenes se convirtieron de pronto en un negro presagio de la amenaza del tiempo, pues sabía que ya no contaba con el suficiente para acometer la lectura de todos los títulos que la ambición le dictaba. Ya no sabía qué escribir; las palabras se le atrancaban en algún lugar del subconsciente al que no tenía acceso, y asistía impotente al arrebato de su única virtud. Como un desvalido en mitad de un gran incendio, ya no le importaba el bienestar de su familia, resignado a la cremación e incapaz de socorrer a nadie.
Cuando su desidia alcanzó límites que parecían infranqueables, a su mujer se le agotaron sus prolongados e inútiles esfuerzos redentores, y acabó por abandonarlo; en el proceso, sus hijos se convirtieron en caras familiares que lo visitaban en contadas ocasiones, incapaces de reconocer en los ojos del Dr. Páramo la mirada de un padre. El profesor, ni siquiera en esos momentos, se molestaba en ocultar la apatía y alienación que regían sus días. Rodeado de libros y películas que nunca había visto, ni tan siquiera ojeado, se acomodó en la piel del náufrago, un náufrago perdido en un océano de desengaño. La única que aún no lo abandonaba era la nana Casandra, que asistía a la autodestrucción del señor de la casa con la impotencia de una sibila condenada por los dioses.
El tiempo, que antes dedicara a la quietud de la lectura o a amansar palabras, lo ocupaba ahora en practicar sexo con la avaricia de un sátiro. Aun en compañía de su esposa, empezó a desear yacer con otras mujeres con una fijación moralmente espantosa para su natural rectitud de espíritu, y hasta en las otrora tediosas reuniones de Departamento no podía dejar de imaginar desnudas a sus compañeras de cátedra, a quienes su gusto exquisito siempre había considerado alejadas, sin concesiones, de cualquier canon de belleza imperante, desde la Antigüedad hasta la nuestros días. El sexo ocupaba casi la totalidad de sus pensamientos cotidianos, y cuando no lo pensaba lo practicaba, de manera insaciable y compulsiva, con todas menos con su mujer. Hasta tal punto llegó su desenfreno que en la universidad empezaron a referirse a su despacho como “el burdel”. Cuando la evidencia se hizo indisimulable, el decano se vio en la obligación de invitar al doctor a cesar en el desempeño de sus funciones investigadoras y docentes, al menos hasta que este volviera a recuperar la cordura o, cuanto menos, la discreción.
Para alguien que solo sabe vivir en las palabras, aquel confinamiento en la isla desierta de las frustraciones, desposeído del alivio catártico de la escritura, constituía una tortura bíblica. El Dr. Páramo se dio cuenta de que solo podía vivir en el papel, y con el arrebato de su don más preciado también su vida carecía de sentido. Necesitaba escapar, y aunque por sus venas ya corría menos sangre que alcohol, no encontraba consuelo al embate de la desidia.
Pero de pronto lo supo, lo golpeó la certeza en la duermevela fatigada de un domingo por la tarde, y ya no pudo volver a cerrar los ojos. Buscó en el desorden de la casa el vinilo de La bohème, y acto seguido desempolvó el tocadiscos, cuya voz no resonaba en las paredes de aquel hogar extraño desde hacía casi más de un año. ¿Significaba eso que estaba contento? Ni siquiera él lo sabía, pero lo invadía la tranquilidad más serena. Se vistió y aseó con la entrega de un dandi, y con las pocas viandas que encontró en la cocina se afanó en preparar una cena espléndida, aunque no contaba con ningún otro comensal que pudiera contrastar tal observación. Solo lamentaba que su idea brillante no hubiera podido esperar hasta el lunes, pues entonces habría disfrutado de la tarta de chocolate con almendras de la nana Casandra, una tarea que la buena mujer seguía cumpliendo con religiosidad, a pesar de que los frutos de sus esfuerzos culinarios acabaran con frecuencia en la basura a causa de la inapetencia del profesor.
Para cuando terminó de servirse la última copa de la botella de brandy que había inaugurado para la ocasión, sentado tras su escritorio, ya era de noche. Maria Callas inundaba el estudio con su voz de soprano, y el profesor Páramo, con los ojos abiertos y la misma tranquilidad que lo acompañaba desde la mañana, abrió una de las gavetas de la pesada mesa de ciprés, extrayendo con sumo cuidado el cuchillo francés de Laguiole que usaba a modo de abrecartas. Con la misma parsimonia y esmero, el doctor se hizo un tajo profundo en ambas muñecas, y estiró los brazos sobre la madera, a la espera de que la muerte entrara en cualquier momento por la ventana, siempre abierta, de su despacho.
En la penumbra del estudio, apenas pudo distinguir el color de la sangre que brotaba incansable de sus venas, que no parecía roja ni espesa, sino de un azul familiar y oscuro, como el mar en invierno. Sabía que se moría, sabía que se le escapaba la vida, chorreante, por las muñecas, empapando su camisa, perfectamente blanca y almidonada por las manos cuidadosas de la nana Casandra; y sin embargo, no salía de su asombro. En un último intento por comprender, se llevó el dorso de la mano a la boca, y con la lengua, saboreó aquella sustancia acuosa que empezaba a manchar los papeles, abandonados durante meses sobre el escritorio; la revelación de aquella cata le provocó una carcajada monstruosa. No podía ser cierto, pero ni el otrora infinitamente racional y juicioso Dr. Páramo pudo negar la evidencia. Su sangre tenía el gusto inconfundible de la tinta, y el mismo azul con el que se posaba su pluma sobre el papel.
A la mañana siguiente, la nana Casandra despertó con un mal presagio. Llegó a casa del señor más temprano que de costumbre, con los ingredientes de su celebérrima tarta bajo el brazo, como cada lunes. Hizo girar la llave en la cerradura, aún presa de una inquietud incómoda, que le clavaba las uñas en la nunca con insistencia. Temiendo lo peor, empujó la puerta, cuyos goznes chirriaron a su paso, como pájaros de mal agüero. El silencio reinaba en la casa, y después de depositar sus enseres sobre el poyo de la cocina se dirigió, con temor y premura, al estudio del Dr. Páramo. La sensación de alivio que sintió al contemplar el vacío de la habitación se vio rápidamente sustituida por un metódico sentimiento de fastidio, desarrollado tras años de servicio dedicados a la limpieza y cuidado de aquel inmueble, pues se preguntó cómo iba a deshacerse de aquella mancha de tinta descomunal sobre la alfombra persa del escritorio. De la pared colgaba aquella réplica horrible de El naufragio de Turner; nunca le había gustado aquel cuadro.