Gracias, Manolo

El 8 de septiembre de 2012 se publica en El País un artículo que incita a la réplica desde el mismo titular: «Sobre el amor entendido como imbecilidad transitoria». En él, Manuel Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea en la Universidad de Barcelona (sus vueltas le habrá dado al asunto), barrunta una miscelánea de teorías acerca del amor. A pesar de considerar dicho artículo como una mera perorata académica, le estoy agradecida a Manolo, si me permite la licencia, por haber conseguido que el Don Quijote que todos llevamos dentro se despierte y se revuelva incómodo ante la mera lectura del epígrafe: «Los enamorados ignoran la abrumadora evidencia de que su pasión es perecedera, efímera y volátil. Esta es la prueba más concluyente de que estamos ante una formidable arma de idiotización masiva». 

Dada la afrenta contra la más noble de mis creencias, Manolo, si bien liberada del almibarado y poco pragmático idealismo, preparo yelmo y lanza para la réplica. Surge la duda razonable de por qué mis argumentos deberían ser más válidos que los de una eminencia universitaria, pero dado que el amor, hasta la fecha, no puede adscribirse como tal a ninguna categoría científica, y teniendo en cuenta que se menta más de una vez a Adele como poseedora de auctoritas en la materia (hasta el momento, eso sí, la única persona sobre la faz de la tierra capaz de rentabilizar con lucro una ruptura amorosa), me tomo la licencia de discutir tus opiniones, Manolo; que eso es lo bueno que tiene el amor, que es un tema de conversación incombustible.

Apunta nuestro catedrático de Filosofía la necesidad de adaptar nuestra idea del amor acorde «a la liquidez de los tiempos». Tomada en contexto, lo que viene a decir esta frase es que en esta sociedad posmoderna de lo caduco tenemos que ser pragmáticos por conveniencia y, consecuentemente, no perder de vista en ningún momento la perspectiva de que amar a una persona de por vida constituye un anacronismo que, llevado a la práctica, puede resultar hasta peligroso para la propia integridad personal. En palabras de Manolo«cuando se pierde a la persona amada (a ese hombre o a esa mujer que pudieron llegar a ser percibidos en un determinado momento como un auténtico destino) luego ya solo queda o darse por muerto en vida o añorarla para los restos, y errar como alma en pena, buscándola, en vano, en otras personas».

Pasando por alto la necesidad urgente de poner fin a mis días a la manera de Larra tras leer este párrafo (Larra, optimista incurable como Manolo), me da la impresión de que nuestro filósofo habla con las vísceras y no con el raciocinio de los de su gremio dada la determinación casi soberbia que muestra al teorizar sobre el amor romántico: «Me atrevería a afirmar, con escaso temor a equivocarme, que si hiciéramos una encuesta preguntando a la gente acerca de su opinión sobre ese tópico ideal de relación amorosa en el que una persona colma por completo y para siempre las expectativas de todo orden que cualquiera pudiera plantearse, la inmensa mayoría declararía su radical escepticismo respecto a la probabilidad de dar con dicha persona». 

A mí me da la impresión de que a Manolo, que habla «del salón en el ángulo oscuro» del desengaño más descarnado, se le ve el plumero. Que tenemos que proyectar expectativas tangibles en nuestras relaciones y que no podemos buscar remedio en el otro para aquellas carencias que tienen su origen solo en nosotros parece un argumento de sobra asimilado por la generación posmoderna. No defiendo que el modelo de amor romántico resulte igualmente válido para los cerca de 7000 millones de habitantes de la Tierra, tampoco ignoro la existencia de decenas (seguro miles) de relaciones desazonadas y abocadas al fracaso que surgieron con la pretensión ilusa de imitar ese ideal romántico y plastificado del que habla con tanto ímpetu nuestro filósofo, y no niego que puede que nunca encontremos a esa  persona con la que compartir una vida o que, en el caso de encontrarla, el trayecto en común dure para siempre; pero me sigue dando la impresión de que, detrás de todo gran escéptico, hay un desengaño importante (el plumero de Manolo). 

Si bien es cierto que el final de Don Quijote no tiene nada de idealista y que el amor es lo único que puede romper un corazón, puestos a defender ideales que al menos sean aquellos auspiciados por la valentía, ya que no atreverse a amar por miedo a salir mal parado parece síntoma inequívoco de lo contrario. Si el argumento de la valentía cervantina no convence, siempre puede recurrirse a una cita de Manhattan (1979), del optimista (esta vez sí) Woody Allen (quien por cierto cuenta en su haber con una experiencia romántico-amorosa de lo más intensa que ignoraremos con alevosía dada la naturaleza de la hazaña que ahora nos ocupa-): A veces, «no todo el mundo se corrompe. Has de tener un poco de fe en las personas», Manolo.

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