Alana tenía un padre que estaba enamorado del mar. Nada extraordinario cuando uno tiene la suerte de crecer con el murmullo de las olas y la visión de la bahía de Santander, donde el Cantábrico se disfraza de mar manso y de calma chicha. Con todo, lo verdaderamente inverosímil de esta historia de amor es que siempre fue una devoción correspondida.
Su padre, y su abuelo antes que él, ya se dedicaban al oficio, a veces rudo y mal agradecido, de la mar; pero, con todos sus sinsabores, Marcos sabía, del mismo modo que lo habían descubierto sus mayores, que nada podía compararse a la sensación atávica y sobrecogedora del océano. Aunque la mayoría de nosotros hayamos olvidado hace mucho tiempo que provenimos del mar, al padre de Alana nunca le pareció una coincidencia que el porcentaje de sal presente en nuestra sangre fuera muy similar al contenido en el agua del Cantábrico, o de cualquiera de los siete mares. Sabía, porque así se lo había enseñado su madre Cilia, que el contacto con el océano era la mejor cura para los males del alma, pues aún conservamos el instinto primigenio de los mamíferos acuáticos que algún día fuimos. Así que cada vez que precisaba que el corazón le latiera más despacio o que dejaran de azuzarlo pensamientos desagradables, Marcos se iba hasta la playa de los Peligros, cerca del palacio de la Magdalena; o tomaba una de las embarcaciones de Los Diez Hermanos hasta el Puntal, al otro lado de la bahía, y se sumergía en las aguas del Cantábrico. En la familia Aldonza, que los hijos se dedicaran a la mar, trabajando codo a codo con el viento y las olas, no era sino motivo de orgullo.
De su infancia, Alana recuerda especialmente los veranos largos y el rito diario de comerse un helado de Regma a media tarde paseando por el Sardinero, una memoria tan nítida como las largas ausencias de su padre, que había consagrado la vida a la pesca sin menoscabo aparente de su papel de esposo y progenitor, aunque hubo ocasiones en las que estuvo embarcado hasta medio año. Nadie sabía muy bien cómo siempre se las arreglaba para traer de vuelta, no importaba desde dónde, un vestido para Lenora; cada vez una prenda más o menos exótica, más o menos colorida, pero siempre perfectamente ajustada al contorno exacto de la silueta de su mujer. Lo que sí resultaba una obviedad para todos era la certeza de que Marcos compensaba a Lenora sus largas ausencias con algo mucho más contundente que un buen ojo de sastre.
Igual que su padre, Alana apreciaba con favor reverencial cada encuentro con el mar abierto, que en Santander se funde con la bahía en los alrededores de la península de la Magdalena. Quizás, para alguien dedicado al oficio de la tierra, los límites del mundo puedan circunscribirse a los términos de su propia aldea, con lo que el sueño de aventurarse más allá de las lindes de su municipio bien podría interpretarse como un sinsentido; sin embargo, la definición del marinero, aun sin ser por ánimo propio, ha llevado siempre implícita su condición de nómada, pues el arte de marear exige el descubrimiento de nuevas rutas de comercio o caladeros de pesca. En la más de media vida que Marcos pasó a bordo por aguas de los cinco continentes, desde el caladero del Gran Sol a las costas de Mauritania o Terranova, presenció huracanes, ciclones y temporales, aunque siempre se libró de naufragios. A pesar de todo, esta buena estrella no consiguió ahorrarle los sinsabores de la distancia, y eternamente le pesó el no poder despedirse de Cilia, que falleció cuando estaba en la mar. La certeza de la partida de su madre lo golpeó mucho antes de que el contramaestre le llevara la noticia; se lo había susurrado la noche anterior un ventolín, una criatura marina que vive en los rayos de luna, y que transporta el último adiós de los seres que fallecen a los marineros que se hallan lejos. Marcos no era un hombre practicante, mucho menos devoto; pero, en alta mar, la presencia permanente del peligro y de la muerte, conjuradas únicamente por el grosor de la tabla del casco, resultaba en un caldo de cultivo precioso para el enriquecimiento de mitos y supersticiones, que seguían tan vigentes como en los tiempos de los antiguos.
La dureza y penosidad del trabajo en la mar, especialmente a bordo de un buque de altura, obligan a quienes lo sirven a una jubilación temprana. A los 56 años, Marcos decidió abandonar las rutas que lo alejaban forzosamente de su bahía, y quedarse con el único antídoto que lo salvaba siempre de cualquier inquietud o tristeza, el Cantábrico. “Cuando veo el mar me quedo tranquilo”, la frase que siempre repetía en voz alta cuando se acercaba a la playa a llenarse los pulmones de sal del océano. Como nunca dejó que lo picara el aburrimiento, poco después de jubilarse se afanó en aprender las tareas de calafate, con tal ahínco que sus esfuerzos resultaron en la construcción de un precioso botuco, el Arnía, con el que salía a faenar cerca de casa en busca de chocos y calamares, empleando las técnicas de siempre, la pesca artesanal que había aprendido de su padre y que lo reconciliaba, al fin, con la reverencia que para él el mar merecía, y que tantas veces había sentido traicionada durante sus años de trabajo a bordo de grandes buques equipados para la captura masiva. Sin embargo, nunca supo aplacar los cantos de sirena que el mar le enviaba cada vez que se creía satisfecho por siempre en tierra, así que al cabo de pocos años compró un pequeño barco en Santoña, el Madero, protagonista, junto con su patrón, de una anécdota que aún hoy puede escucharse por las calles del Poblado Pesquero.
Una tarde, costeando cerca de Punta Rabiosa, donde las corrientes de marea de la bahía confluyen con la bajada del río Cubas, el motor de la embarcación dejó de funcionar en medio de la travesía, dejando el Madero a la deriva ya casi entrada la noche. Lenora le había aconsejado quedarse en tierra hasta que arreglase el cable de la antena de popa, que estaba algo pelado e imposibilitaba la recepción de mensajes a través del equipo de radio, pero tantos años en alta mar sorteando percances le habían dado a Marcos la falsa ilusión de que los dioses lo protegían, así que, en un exceso de osadía, decidió no prestar atención a las palabras de su esposa, poniendo en tela de juicio la sabiduría premonitoria que las mujeres han desarrollado durante siglos. Por supuesto, Marcos no regresó esa noche a casa.
Soplaba viento del noreste, que levanta mala mar y peores estados de ánimo en la gente, así que a algunos no les costó imaginarse el más trágico de los desenlaces. Al fin y al cabo, los marinos reconocen la voluntad caprichosa del océano, que es fuente de vida y sustento, si bien jamás se ha doblegado a la voluntad de los hombres. No obstante, el destino había reservado a Marcos una muerte mucho más convencional. Tres días después de su último avistamiento, el Madero reapareció en la bahía de Santander, visiblemente maltrecho pero con su patrón a bordo. Entró en el muelle a remolque de un pesquero de merluza de tripulación portuguesa, el Beliche, que faenaba en aguas españolas de abril a julio de cada año. Una vez en tierra, los pescadores lusos no lograban desterrar la risa de su relato sobre el rescate: “Que homem! Teimoso como uma mula!”, y no exageraban. El empecinamiento era defecto irreparable y virtud sobresaliente en Marcos Aldonza. Habían divisado el Madero a 80 millas de la costa, en su regreso al puerto de Santoña. El tripulante español mostraba signos evidentes de fatiga y deshidratación cuando lo subieron a bordo, pero en cuanto se dio cuenta de que Pedro Alves y su marinería tenían la intención de llevarlo a casa dejando atrás su embarcación se adueñó de él una energía súbita, y le faltó tiempo para saltar por la borda del Beliche, ante la mirada atónita de sus vecinos íberos: “Estes espanhóis são malucos, meu!”. Como el cántabro se negaba en rotundo a regresar a bordo y, en el fondo, les había admirado su tozudez arrojada, el capitán portugués tuvo a bien ordenar el remolque del Madero, que contemplaría un nuevo amanecer en la bahía de Santander.
En la tradición celta, la tierra de los muertos, el ocaso de la vida, está al oeste. Marcos salió a faenar a poniente antes de lo debido, pero disfrutó de una vida gozosa y de una muerte en bonanza. El cántabro nunca hubiera perdonado a los suyos que lo sepultaran en un lecho de roca cubierto por arcilla y raíces de árboles, aunque era consciente de las trabas legales que le imposibilitaban despedirse de este mundo como a él realmente le hubiera gustado: la cremación de su cuerpo en alta mar a bordo del Madero, una última travesía acompañada por el choque abundante de jarras de cerveza entre los asistentes para brindar a la salud del difunto. Marcos no tuvo su funeral vikingo, pero las Aldonza lograron casar con pericia las circunstancias imperantes con el último deseo del marino. Una tarde de abril, Alana y su madre subieron a bordo de la embarcación, cargadas con botellines de cerveza y las cenizas de Marcos. Conducido por la hija de su antiguo patrón, el Madero soltó amarras en Puertochico, navegando a solaz por la bahía de Santander. Cerca de la isla de Mouro, detuvieron el motor y brindaron por aquel hombre irrepetible, que había amado al océano como a un miembro más de su familia. Lenora arrojó las cenizas de su esposo al Cantábrico, el único mar que lo salvaba siempre de cualquier inquietud o tristeza, mientras madre e hija repetían en voz alta la frase que Cilia les había enseñado para despedir a los muertos: “Ventolines de la mar, este viejo está cansado y ya no puede remar”. Como conjurados por una fuerza antigua y poderosa, un grupo de peces negros se congregó en la superficie. Los calderones, que siempre buscan aguas más profundas, danzaban en círculos alrededor del Madero, mezclando las cenizas con el agua salada en cada aleteo. Lenora y Alana se miraron sonrientes. La mar también estaba enamorada de Marcos Aldonza.