A veces me gusta ver de nuevo películas cuyo final recuerdo perfectamente, aunque el tiempo haya conseguido desdibujar detalles importantes de la trama. Hace unos días, antes de asistir a la representación de “Bárbaros” en el espacio cultural El Secadero, revisité la versión que Sofia Coppola rodó en 2006 sobre la vida de la malograda María Antonieta y, de no haber sido por esa elección casual en Netflix, probablemente nunca habría establecido una conexión entre la adaptación de la obra de José Luis Alonso de Santos y el trágico devenir de la reina consorte de Francia. “Bárbaros” toma su nombre en alusión a las tribus nómadas que terminaron por fulminar un Imperio romano que ya en el siglo V estaba en franca decadencia. Al comienzo de la obra, bajo la dirección de Pedro Ángel Martín Rodríguez y con la actuación de Miguel Ángel Batista y Juan Carlos Tacoronte, parece evidente que la acepción poco benévola del término escogido para el título de esta adaptación se aplica en exclusiva al personaje de Ramón, el guardia de seguridad que encarna todos aquellos rasgos que, con mayor o menor sutileza, se atribuyen a aquellas personas que consideramos más elementales, menos instruidas, en su manera cotidiana de razonar o manejarse por la vida.
En descarado contraste, el hombre gris, que se sienta en el banco contraviniendo las indicaciones sin tregua del vigilante, ha dedicado toda su vida a la enseñanza de la lengua de la antigua Roma; un personaje, por tanto, instruido en apariencia y con un profundo conocimiento de la historia, que choca frontalmente con la simpleza aparente de Ramón. Por eso, después de varias batallas dialécticas en las que a veces se cruzan algo más que palabras, el profesor de Latín increpa a su interlocutor, tildándolo de inculto y estableciendo comparaciones de su comportamiento con las de otros personajes históricos cuyas gestas quedan siempre excluidas de los anales del heroísmo, como Atila el huno, “azote de Dios”; u Odoacro, el caudillo bárbaro que en el año 476 puso punto final a la gloriosa historia del Imperio romano de Occidente tras la destitución de Rómulo Augusto, el último emperador de Roma. Aun resultando ininteligibles para el vigilante de seguridad, dichos símiles cumplen a la perfección con su intención hiriente, tal es la fuerza de las palabras. Sin embargo, a medida que se desarrolla la trama descubrimos que la sapiencia y el savoir-faire del docente distan del perfecto equilibrio que esperaríamos encontrar en alguien que guía sus pasos por un controlado raciocinio; y acaban por desvelársenos parte de las razones y circunstancias involuntarias que han ido moldeando el destino casi inexorable de Ramón. ¿Quién es el bárbaro?
La mañana del 16 de octubre de 1793, una María Antonieta pálida y fatigada es conducida al cadalso tras su particular walk of shame por las calles de París. Con las manos atadas a la espalda y vejada en su trayecto a la guillotina por los que no hace tanto fueran sus súbditos, la reina destronada pierde la vida casi nueve meses después de la ejecución de su marido, el rey Luis XVI, a compás de una muchedumbre que grita enardecida “¡Viva la República!”. Si el pueblo francés, decapitando a reyes y nobles, puede parecer la encarnación de la barbarie, no menos bárbaro resulta el derroche pantagruélico e inconsciente de la archiduquesa de Austria frente al hambre descarnada de su pueblo. “Qu’ils mangent de la brioche” (‘que coman pasteles’). Puede que estas palabras nunca estuvieran en boca de María Antonieta, pero es una afirmación que no genera estridencias ante el comportamiento frívolo de la reina consorte.
Y es que “La llegada de los bárbaros” es una comedia que habla sin efectismos de la crisis de la globalización en el siglo XXI, una crisis del orden liberal global que se halla sumido, según algunos analistas, en un “momento María Antonieta”. Una actitud de desconexión con la realidad que abandona a su suerte a parte de la ciudadanía, practicando políticas migratorias irresponsables o de austeridad; que dan alas, entre muchos otros factores, al ascenso de la extrema derecha, a cuyos votantes se descalifica como meros exponentes de un voto irracional (los “Ramones” de nuestra historia). Por eso, con una sensación agridulce, uno se pregunta al salir del teatro: “¿Acaso no somos todos bárbaros?”.