Puede parecer un despropósito dedicar tan solo 48 horas a la «Ciudad eterna», nombre que avalan sus 3000 años de historia, pero la urbe con mayor concentración de monumentos por metro cuadrado del mundo despierta enseguida en quienes la visitan la promesa de dejar una huella imborrable.
Otrora capital del Imperio Romano y actual capital de Italia, acoge en su seno un celebérrimo Estado extranjero, el Vaticano. La ciudad de las siete colinas, sobre las que se construyó la antigua Roma, abraza un pasado enorme y legendario que parece convivir en perfecta sintonía con el presente. Roma es La grande bellezza; Roma es amor; mozzarella di Bufala, olio y pomodoro; Bernini y Miguel Ángel, y también Cinecittà y La dolce vita. La capital del Lacio concentra la historia de Occidente en “apenas” 1300 kilómetros cuadrados.
Tutte le strade portano a Roma.
Veni, vidi, vici, ‘vine, vi y vencí’. Con esta frase lapidaria resumía el megalómano Julio César su rápida victoria frente al rey Farnaces en Ponto, una región al pie del Mar Negro. César, entre otros méritos amante de Cleopatra, era un dictador ambicioso y un hábil estratega militar obsesionado con la expansión del Imperio Romano -y si no que le pregunten a los galos-. Sin embargo, su ascenso meteórico al poder le granjeó no pocas enemistades, que culminaron con su asesinato en Roma, en el Largo di Torre Argentina, durante los idus de marzo del año 44 a.C. Roma está llena de Historia, de historias, y esta es solo una de ellas. Dejando de lado el espíritu bélico de la cita de César, dedicamos dos días a descubrir la «Ciudad eterna» con la certeza de llegar, ver y dejarnos vencer por su belleza.
El viernes por la noche aterrizamos en el aeropuerto de Fiumicino (FCO), perfectamente conectado con el centro de Roma. Las opciones de transporte son diversas, aunque nosotros optamos por el bus transfer de Terravision, que también ofrece servicios desde el aeropuerto de Ciampino (CIA), al sureste de Roma, por tan solo 8 euros ida y vuelta. Desde la estación de Termini, última parada en el trayecto desde el aeropuerto, tomamos un taxi hasta nuestro alojamiento. Los taxis en Roma no son particularmente económicos y la capital cuenta con una buena red de transporte público -imaginen lo loable de excavar túneles de metro en una ciudad con tres milenios de historia-, aunque si el clima y las ganas acompañan ir a pie es la mejor manera de descubrir la città -opción que implica disfrutar, además, de esa sensación entre la emoción y el miedo absoluto que supone arriesgarse a cruzar un paso de peatones. En Roma, la calzada es de los coches-. Esa noche, sin embargo, disfrutamos dejándonos guiar entre las calles de la urbe por un romano que habla sin parar en italiano y nos señala algunas de las primeras curiosidades de la ciudad, como el Palazzo Grazioli, actual residencia privada de Silvio Berlusconi, ese ex-primer ministro de Italia un puntito misógino al que le encantan las orgías -por destacar solo algunas de sus cualidades-.
Reservamos nuestra estancia a través de Airbnb; un pequeño piso en uno de esos edificios de fachada ocre que se repiten por toda la ciudad. Nuestro apartamento está en el barrio de Testaccio, en el límite sur del casco antiguo. Justo al otro lado del río Tíber, en la orilla oeste y al sur del Vaticano, se encuentra Trastevere, la zona más bohemia de Roma. El sábado por la mañana Eros Ramazzotti canta en televisión y bajamos a por un café en la Piazza di Santa Maria Liberatrice. En Roma, la pizza, el helado y el café están siempre buenos, así que olvídense del frapuccino doble de chocolate con sirope de caramelo y un toque de vainilla del Starbucks. Eso, en Roma, es una aberración. Por fortuna, Italia es uno de los pocos países del mundo donde esta cadena no ha prosperado.
A 5 minutos de nuestro apartamento se encuentra el Cimitero Acattolico per gli Stranieri, también llamado «Cementerio de los ingleses». Allí descansan eternamente dos poetas británicos del Romanticismo: John Keats y Percy Bysshe Shelley -marido de Mary Shelley, autora de Frankestein-. John Keats llegó a Roma aquejado de tuberculosis con la esperanza de que el clima benévolo de Italia mejorara su afección. Con todo, la estrategia no función y murió en la città a la edad de 25 años. Percy Shelley, por su parte, tuvo la «fortuna» de ahogarse poco tiempo después en la Toscana -tenía 29 años-, portando en uno de sus bolsillos un ejemplar de los poemas de Keats -no me habría gustado ser un poeta romántico-.
Muy cerca, en el monte Aventino, una de las siete colinas romanas, se encuentra el Buco di Roma. Situado en la Piazza dei Cavalieri di Malta, no parece un lugar particularmente hermoso, pero lo extraordinario de esta plaza se concentra en el diámetro de un dedal. Si nos acercamos a la puerta verde del Priorato de Malta y espiamos a través de su cerradura, divisaremos, en un increíble efecto óptico, la cúpula de la Basílica de San Pedro –existe la magia en Roma–. En el monte Aventino se sitúan también el Giardino Storico de St. Alessio y la Piazza Fiorenzo Fiorentini, dos bonitos jardines desde los que contemplar la urbelejos del ruido y la furia de los turistas.
A 5 minutos de la Piazza Navona se encuentra la Iglesia de San Luigi dei Francesi. De entrada gratuita, es conocida sobre todo por ser custodia de tres lienzos sobre San Mateo pintados por Caravaggio, el gran maestro del Barroco. Y a partir de aquí continúa la maravilla; a escasos metros de Caravaggio se erige Il Pantheon. También de entrada gratuita, su fachada, a la manera de un templo clásico, resulta sorprendente, pero lo mejor llega al cruzar el umbral. En un ejercicio de matemática precisa, la cúpula del Panteón de Agripa se abre al cielo en una circunferencia perfecta, por la que se cuela pretendidamente la luz, la lluvia o los copos de nieve. Aquí descansa Rafael Sanzio, el joven y pródigo pintor del Renacimiento, en la que sin duda constituye una de las joyas de la arquitectura romana.
Con la intención de llegar a Piazza di Spagna antes de que el sol se ponga alcanzamos Via dei Condotti. Para el 99% de la población mundial las únicas actividades económicamente sostenibles que pueden realizarse en esta calle son dos: mirar y pasear. Bulgari, Valentino, Armani, Cartier, Gucci, Chanel, Dolce & Gabbana… Huelga decir que es una de las calles más famosas de Roma, pero no únicamente por prurito consumista, sino porque su historia se remonta a la Antigüedad y da comienzo en la icónica Piazza di Spagna. En esta última se encuentra la casa rosa en la que vivieron los desventurados poetas ingleses Keats y Shelley, así como la Embajada de España ante la Santa Sede -de donde toma su nombre la plaza-. Vale la pena el reto de sus 135 peldaños esquivando turistas por tener una vista imborrable, con la luz ocre del atardecer, sobre los tejados de Roma.
A unos 10 minutos a pie desde Piazza di Spagna surge, barroca y grandiosa, la Fontana di Trevi. Ya es de noche, y ni tan siquiera los andamios que la rodean consiguen estropear su evidente belleza -la última restauración de la fuente culminó en noviembre de 2015. Patrocinada por Fendi, tuvo un valor de 2,2 millones de euros-. Rendimos nuestro particular homenaje a la preciosa Anita Ekberg y contribuimos modestamente a la causa de Fendi, con la esperanza egoísta y nada secreta de que esa moneda lanzada al azar nos traiga de regreso algún día.
La entrada conjunta al Coliseo, Palatino y Foro Romano es totalmente gratuita el primer domingo de cada mes -normalmente cuesta 16 euros y no puede reservarse con antelación, lo que implica aceptar con resignación largas colas de espera-. Aprovechando la tesitura y con el imperativo de que solo tenemos 48 horas en Roma, renunciamos al Palatino y Foro -disfrutarlos con la atención merecida llevaría al menos 2 horas- y nos dirigimos directamente al Coliseo. Construido en el siglo I d.C., es, a mi parecer, uno de los monumentos más sobrecogedores de la città. Se erige en el centro de la capital, como una declaración de intenciones del enorme poder que una vez ostentara el Imperio Romano. Ante su arena y la impresión colosal de sus dimensiones resulta fácil imaginar el sinnúmero de gladiadores -en el imaginario colectivo todos nobles y apuestos como Russel Crowe– que lucharon hasta la muerte ante el clamor y divertimento de los más de 11 000 espectadores para los que tenía capacidad el circo -los antiguos romanos eran capaces de proezas arquitectónicas, pero sus formas de ocio tendían al sadismo-. Junto al Coliseo se levanta el Arco di Costantino, en el trayecto de Via Triumphalis, el recorrido que hacían los emperadores cuando regresaban victoriosos de alguna campaña militar en el extranjero.
Y del belicismo a la espiritualidad, al menos hoy en día. Si ha habido en la historia de Occidente una fuente inagotable de intrigas y sed de poder, esa ha sido, sin duda, la Santa Sede del Vaticano -piensen en esa época en la que los papas eran libertinos y la separación entre política y religión era un concepto inexplorado… o en Ángeles y Demonios-. Lo cierto es que, por razones diversas, este país soberano, el más pequeño del mundo y custodio de una colección de arte ante la que perder el aliento, genera una fascinación incombustible. La Piazza San Pietro, con su profusión de columnas y la hermosa Basílica, es una visita ineludible, al margen de credos; también los Museos Vaticanos -que guardan, entre un sinfín de obras, el desempeño en la Capilla Sixtina de Miguel Ángel o la Escuela de Atenas de Rafael-, aunque para ello lo más recomendable sea reservar entrada con antelación. De otra forma, las filas lentas a sus puertas y el asalto constante de vendedores políglotas de descuentos y tours organizados pueden de veras restar encanto a la experiencia. Conectado a la Ciudad del Vaticano por un túnel subterráneo se encuentra el Castel Sant’Angelo, coronado por una majestuosa estatua del Arcángel San Miguel. Este edificio, de la época imperial romana, ha sido empleado como cárcel, y sirvió de refugio al Papa Clemente VII -uno de esos papas poco ligados a asuntos celestiales- durante el sacco di Roma, cuando las tropas de Carlos V irrumpieron en la capital, masacraron a la Guardia Suiza y saquearon la ciudad durante meses.
Roma está llena de Historia, de historias, y esta es solo una de ellas. 48 horas en la «Ciudad eterna» no son suficientes para descubrir todos sus misterios, pero sobran para apasionarse por ella. La capital del Lacio es un lugar donde el tiempo se relativiza, que da pie a reflexionar sobre un pasado inmenso y un futuro siempre incierto, sobre la mezquindad de la que puede ser capaz el hombre, pero también de su capacidad asombrosa para crear belleza. Así, al cabo de nuestras Vacaciones en Roma, entendemos el porqué de aquella frase de Audrey Hepburn a Gregory Peck cuando se acerca el final: I don’t know how to say goodbye. Es difícil despedirse de Roma, ojalá que aquella moneda nos traiga pronto de vuelta.