Ernesto Cabrera cerró para siempre sus ojos de mar una tarde cualquiera de finales de septiembre. Aquella mañana supo de veras que iba a morirse, así lo silbaban los alisios, y bajó presuroso a la playa a llenarse los pulmones de salitre. -Rosabel, acompáñame al mar, que esta tarde me muero -le dijo a la que era su esposa desde hacía más de cuarenta años. -¡Tonterías de viejos! -respondió ella-, y regresa pronto, que te enfrías.
Aquel mar que ahora contemplaba era el mismo que había sido testigo de su amor incombustible por Lucila. Le gustaba embriagarse de sabor a sal y ruido de gaviotas solo por imaginarla, y se contentaba dibujando otra vida en la que Lucila y Rosabel no hubieran compartido genes y apellidos.
Ernesto regresó a su casa aquel día azul de septiembre dispuesto a morirse, y así lo hizo. En la mesita de noche, junto al cuerpo aún tibio, reposaba la cartera de su esposo. Rosabel la abrió sin contemplaciones, aunque le temblaba el pulso, y allí encontró una foto de Lucila, tan manoseada que los rasgos delicados de su hermana eran ya apenas un esbozo. –Tonterías de viejos -dijo-, y la rompió en mil pedazos.