Cocina de gas

No se me ocurre actividad menos placentera que el proceso de búsqueda de una nueva casa, especialmente cuando te has imaginado rabiosamente feliz en la anterior. Dos meses de fianza, mes en curso, mes de inmobiliaria…; amén de las comparaciones inevitables que deslucen cualquier anuncio mínimamente aceptable publicado en Idealista. A pesar de haber roto siempre lanzas a favor de la emancipación femenina –pagando a medias todas las facturas mancomunadas y cumpliendo religiosamente con los gastos derivados de mis necesidades particulares–, hace un año me pareció inexcusable empacar mi vida en cajas y depositarla cándidamente en casa de mi exmarido –novio por aquel entonces–, contraviniendo los beneficios de la habitación propia de Virginia Woolf y el existencialismo de Simone de Beauvoir. En mi defensa, diré que aquella residencia era un espectáculo; pero el argumento definitivo para trasladarme al inmueble ajeno llegó con el comentario de Roberto –para él baladí–, de que tenía una cocina de gas. Los amantes del buen comer, entre los que me incluyo sin reservas, sabrán que un plato pierde esencia y aroma cuando se somete al calor de la vitrocerámica. Es por eso que, fiel a tales principios, nunca he vivido en una casa cuya cocina no desprendiera ese efímero olor a gas que precede a la puesta en marcha de los fogones.

Roberto y yo hacíamos una pareja de veras atractiva; lo corroboraba cada vez que descubría aquella mezcla de admiración y envidia en las miradas que nos dedicaban los transeúntes cuando andábamos cogidos de la mano. Éramos el maldito escaparate de Harrods en Navidad… Tan solo cinco meses después de nuestro primer encuentro, me descubrí enviando emails a los mejores hoteles de la ciudad, buscando dónde celebrar nuestro compromiso. Para los invitados, incluso aquellos presos de estupor ante la celeridad de nuestro enlace, encarnábamos el imaginario colectivo del amor romántico; ese ideal platónico distorsionado por el cine y la literatura con alevosía sempiterna. Nuestra boda, por supuesto, respondió sin miramientos a la pompa que exige un acontecimiento semejante: invitaciones en papel japonés, ceremonia religiosa, vestido blanco impoluto con velo de dos metros, alianzas de diseño, coche clásico, cena suntuosa, baile nupcial, discursos lacrimógenos, fotógrafo profesional, exótica luna de miel… Un digno preludio a la felicidad desorbitada que tal inversión económica, necesariamente, nos prometía. Nunca hubo margen, en la ecuación de mi sublimación amorosa, para que Roberto diera comienzo a una tórrida relación al poco de regresar de nuestra luna de miel en la República de Maldivas.

Se llamaba Marga, la sumiller bielorrusa encargada de supervisar el maridaje de vinos del pantagruélico menú de nuestro enlace… Qué demonios, hasta yo me hubiera enamorado de Marga si disfrutara comiendo almejas. Con lo que no contaba, ingenua de mí, era que, lejos de convertirse en un capricho pasajero, Roberto aplicaría la misma celeridad a su relación con Marga que la que había desplegado anteriormente conmigo. Así, apenas un año después de nuestra boda, me encontré nuevamente encajonando mis pertenencias –había que hacer espacio a la bielorrusa – y atendiendo alertas en Idealista… Creo que la idea se me ocurrió tras revisar el trigésimo anuncio de un apartamento sin cocina de gas.

Me despedí con una carta al estilo de la que Reinaldo Arenas dedicó a Fidel Castro: “Solo hay un responsable: Roberto Méndez”. Aún conservaba mis llaves para entrar al inmueble. El empeño ufano que mi exmarido volcó en la construcción de su nueva vida con Marga dio pie a una extraña avenencia entre nosotros durante el proceso de divorcio. Así, previo aviso, pasaba por el hogar de la flamante nueva pareja, deshaciéndome poco a poco de cualquier huella que pudiera delatar mi presencia en aquel lugar. Un sábado, mientras Roberto jugaba al golf y Marga explicaba las maravillas de los vinos autóctonos en el hotel de mi boda, pasé por la casa con el pretexto de recoger mis últimos enseres, previa promesa a Roberto de que, concluida mi mudanza, le dejaría las llaves en el buzón. Cubrí con toallas las rejillas de ventilación del bajo de la cocina, así como cualquier resquicio por el que pudiera colarse el aire en puertas y ventanas; abrí la llave del gas del horno y metí la cabeza dentro. Ahí estaba, aquel olor que precede a la puesta en marcha de los fogones. Cerré los ojos, imaginando con una sonrisa que Roberto llegaría primero a casa y se encendería un cigarro. 

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