El bosque está ahí, esperando. Camila conoce el Colmillo Blanco de Jack London no porque haya leído la novela, sino por la película que protagonizó Ethan Hawke, al que aún hoy considera un hombre guapísimo. Colmillo Blanco cuenta la historia de un lobo domesticado que, en su nueva vida como perro, no consigue abandonar el hábito de aventurarse hasta el borde mismo que marca el comienzo del bosque, donde terminan los confines de la casa de sus nuevos dueños, a escuchar; aún conserva bien adentro el deseo pertinaz de atender la llamada de lo salvaje. A veces, Camila se siente como Colmillo Blanco, y le entra una pena inmensa por aquel lobo reconvertido en mascota, que siempre parece manejarse en los márgenes de la indecisión, obstaculizando el arribo de una felicidad plena (al fin y al cabo, es preferible sentir lástima por Colmillo Blanco que por sí misma). Los ataques de nostalgia en futuro la pillan siempre de súbito, mientras pone una lavadora o corta cebollas para hacer una tortilla. En este último caso, aprovecha con disimulo para mezclar las lágrimas de la cebolla con lagrimones de desconsuelo, pues siempre le han parecido harto vulgares los ataques de dramatismo. Lo que Camila no sabe (un hecho que sin duda le habría ahorrado varios tragos de desazón) es que, en algún bosque tupido de Canadá, un lobo abandona momentáneamente su manada para contemplar, en la noche oscura, las luces de la ciudad; preguntándose, acaso, si no será mucho más satisfactoria la vida de un perro.