El pato de la Salemera

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El pato de La Salemera debería llamarse Frank Sinatra; si fuera una pata, Nina Simone.

Quizás nació en Barlovento, en La Laguna, y alguna vez oyó a alguna gaviota extraviada hablar del mar. La vida no debe ser mala en una charca, pero si miras alrededor y esa charca no es tan grande como el lago Michigan, puedes vislumbrar por todas partes los confines de tu existencia, las líneas invisibles que delimitan tu mundo. Y puede que ese pato soñara con el mar, con la playa y el agua salada, con mirar al horizonte y no poder adivinar qué hay de la otra orilla, con posar sus patitas de palmípedo en la arena caliente y rebozarse entre conchas de burgados y lapas.

Imagino a los patos de La Laguna de Barlovento afrentadísimos, criticando en corrillo al emigrante: «Tremenda chaladura, muchacha», «chiquita ocurrencia, hermano», «ese chico siempre fue un poco raro», «está más pallá que pacá»… Y miro al pato de La Salemera, que camina conmigo por la orilla, a gustísimo, para darse un baño en el agua salada como si hubiera nacido cormorán y no ánade. Y de pronto me parece el puto amo, que hasta puedo escuchar a Snoop Dog rapeando «The Next Episode» al son de sus andares poco garbosos pero siempre dignos.

No sé si ese pato querrá regresar algún día a su aldea, como Ulises o Bilbo Bolsón, pero siempre he leído que las cosas más extraordinarias, las más locas y felices, a menudo ocurren en los confines de lo conocido. Y que ese pato de La Salemera, tan poquita cosa, es valiente como lo fue Rosa Parks en Alabama.

«I’ll tell you what freedom is to me: no fear» (Nina Simone).

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