Aún no entiendo cómo no advertí antes el peligro, cómo ninguno de los dos se dio cuenta a tiempo de la similitud obscena. Había escuchado aquella historia cientos de veces. Desde que era una niña, las circunstancias en las que se habían conocido mis bisabuelos maternos se reproducían en versiones más o menos variables, más o menos fantásticas; confluyendo siempre en el mismo desenlace trágico. La relación de Ernesto y Amelia había comenzado con una carta. Para insuflar ánimo a los soldados desplazados al campo de batalla –una batalla que no reconocí como fratricida hasta muchos años después-, las jóvenes casamenteras escogían un destinatario en el frente al que dirigir sus epístolas.
Para Amelia había sido Ernesto, un apuesto sargento de artillería de ojos verdes y manazas de labrador. De aquel intercambio de misivas sobrevino una historia de amor de corte cinematográfico. Nadie me habló nunca de bandos; en aquel universo de leyenda no existían fosas comunes ni curas fusilados; mucho menos poetas asesinados, exilios o guerras civiles. Para mí, se reservaba únicamente la fascinación por aquel artillero que, concluida la contienda, se había plantado a las puertas de casa de mi bisabuela con su uniforme militar; a lomos, nada menos, de un caballo blanco. Si Ernesto se dibujaba en mi imaginación pueril como la encarnación de Han Solo pilotando su Halcón Milenario, puedo hacerme una idea de lo que debió suponer aquella estampa en la realidad de provincias que habitaba Amelia. Pero aquella historia de amor con ansias de pirotecnia apenas duró tres años; bien al contrario, desembocó en un estuario que nunca estuvo a la altura de su génesis apoteósica.
Ernesto murió porque cayó de la azotea al patio de la pensión en la que se alojaba con su familia. Se le habían quedado las llaves dentro de la casa y pensó en recuperarlas entrando por la terraza. No llevaba uniforme militar y ningún corcel gallardo aguardaba su regreso; solo su mujer lo esperaba en la calle, embarazada y con una niña pequeña aferrada a su mano. Aquella historia siempre me había parecido ficticia por exceso de dramatismo, pero mi bisabuela sobrevivió a aquel relato durante décadas, como prueba rotunda y fehaciente de una verdad que los demás solo pudimos conocer a través de sus palabras.
Fueron esas palabras, precisamente, las que habían conseguido espantar la ausencia definitiva de Amelia, que sobrevivió a su marido más de sesenta años; pero invocar repetidamente aquella historia también pretendía servir como conjuro para evitar la repetición de malogrados desenlaces. Nadie podía evitar reproducir los hechos de aquel amor agridulce a cualquiera que entrara a formar parte de nuestras vidas, por eso aún no consigo explicarme cómo, aquella tarde perezosa de finales de junio, Rodrigo no entendió lo que suponía, en nuestra familia, la omisión de una llamada al cerrajero cuando se te quedaban las llaves dentro de casa.
Acabábamos de despertar de una siesta con olor a sal y ruido de olas. El plan era prolongar la tarde bebiendo cervezas en el chiringuito de la playa hasta que nos sorprendiera la puesta de sol, pero habíamos dejado sendas carteras en el apartamento y los fiados parecían cosa de antaño, así que Rodrigo subió al piso mientras yo me quedaba en la barra haciendo acopio de las primeras cañas. Era una tarde perfecta, y en mi cabeza solo había cabida para la promesa de aquel verano invencible que apenas comenzaba. Cuando cogí el móvil para inmortalizar aquella tarde espléndida, reparé en un Whatsapp que acababa de enviarme Rodrigo: “Nos dejamos las llaves dentro. Todo controlado, salto por el balcón del…”.
No esperé a terminar de leer el mensaje. Un miedo de matadero se me instaló en el corazón y la garganta, y el mundo ensordeció a mi alrededor. De pronto, hacía mucho frío. Con el estómago en la boca y piernas temblorosas corrí cuanto pude hacia el número 28 de la calle Maximiliano Darias, 4ºA, bajo la mirada incómoda de algunos clientes. Aún no entiendo cómo no advertí antes el peligro, cómo ninguno de los dos se dio cuenta a tiempo de la similitud obscena.