On the road

Un mes y cuatro días, cinco vuelos, diez alojamientos, seis estados, cuatro autobuses, siete museos, dos coches de alquiler, un par de noches sin dormir, muchos sándwiches, algunos restaurantes, nieve y palmeras, gente de todas partes del mundo, un fin de año en Nueva York, una cena de Navidad en Miami y un día de Reyes en San Francisco. 


Sin olvidarme de las personas con las que he compartido este viaje, acabo de presentarles los ingredientes que hicieron falta para componer mi particular “odisea americana”, cuyos detalles iré desgranando en artículos sucesivos. De Washington D.C. a Las Vegas, pasando por San Diego o Los Ángeles, este es el prólogo que adelanta algunas de las primeras impresiones de esta aventura “on the road”.

On the road es el título de una novela de Jack Kerouac publicada por vez primera en 1957; uno de los exponentes literarios de la beat generation, centra su trama en los viajes que el autor hizo en compañía de sus amigos por Estados Unidos, alimentando el mito de la icónica Ruta 66. Me gusta pensar que la aventura que iré desvelando en estas páginas, con menos drogas y poesía –a excepción de algunos ripios y un par de copas–, tiene el mismo espíritu bohemio y romántico de aquellos jóvenes de los años 50, amantes del jazz y padres de los hippies.

El 12 de diciembre de 2012 abandonamos con alegría una Minnesota que se prepara para el invierno y nos dirigimos a Washington D.C., capital de los Estados Unidos de América, ciudad de museos y memoriales. La impresión generalizada es que la Casa Blanca no es tan grande como en sus copiosas versiones cinematográficas; quien parece no decepcionar al imaginario colectivo en un primer plano es el monumento al presidente Abraham Lincoln, asesinado en 1865  en el viejo teatro Ford, que aún se mantiene en pie en el corazón de la ciudad.

El 18 de diciembre podemos colgar oficialmente los abrigos, al final de nuestro vuelo nos espera el estado “donde siempre brilla el sol”, Florida, con su Miami latino y colorido. Luces de neón, ambiente vintage y un calor que te empapa en pleno diciembre. Puros, salsa y comida cubana en Calle Ocho, carne de cocodrilo en los Everglades y Hemingway en Cayo Hueso. Un mar azul turquesa después de 4 meses sin atisbo de gaviotas, paseos por la orilla de la playa y gente guapa. Qué fácil es enamorarse de Miami, la Cuba del Norte. 

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La despedida de este paraíso terrenal hubiera sido un acontecimiento doloroso de no saber que el próximo destino nos llevaría, un 25 de diciembre, a Nueva York, la novia guapa y caprichosa de América; fría y superficial al primer vistazo, llena de sorpresas e infinitamente misteriosa para quien tenga la fortuna de dedicarle su tiempo. Una ciudad que brinda placeres y contrastes. Reencontrarse con un compatriota, Picasso, en las salas abarrotadas del MoMA y del Guggenheim, ojear las mesas de la biblioteca pública de la Quinta en busca de Vargas Llosa, profesor ocasional en la vecina Princeton, o preguntarse, arropado entre abrigos y bufandas, cómo es posible que los patos de Central Park no hayan ya emigrado a Miami. Mil anécdotas en una víspera de fin de año en la que no faltaron uvas y fuegos artificiales en una Times Square abarrotada.

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El 3 de enero nos despedimos de la Gran Manzana y aterrizamos en San Francisco, en el estado de California. 6 horas de vuelo y más de 4.000 kilómetros corroboran nuestra impresión acerca de la inmensidad desmesurada de este país. Contra todo pronóstico iluso, en California, como es natural, también hace frío en invierno. Cruzar el Golden Gate en bicicleta un día soleado y saludar por vez primera al azul del Pacífico, hacerse con un ejemplar de El viejo y el mar en la emblemática City Lights Bookstore, fundada en 1953, o pasar un día homenajeando al hedonismo con vinos de Sonoma Valley; pequeños placeres para un día de Reyes que convierten a San Francisco en la cara bonita de California.

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Greyhound, la compañía de autobuses más conocida del país, el “galgo” de Norteamérica, es la encargada de llevarnos un 8 de enero a nuestro próximo destino, Los Ángeles. Dos viajes más tarde descubrimos que el galgo de América está algo famélico, pero esa es otra historia. Después de tener que tomar 2 autobuses para llegar al centro de la ciudad y darnos cuenta de que nuestro alojamiento en Hermosa Beach está a 2 horas en transporte público, la vastedad geográfica de este país arremete nuevamente contra nuestra concepción europea del espacio y las distancias, así que alquilamos un coche. Del glamour de cartón piedra del Hollywood Boulevard al lujo desmesurado de Beverly Hills y Bel Air, Los Ángeles parece la antesala de Las Vegas, redimida por playas infinitas y palmeras caprichosas.

El 11 de enero llegamos a San Diego, a dos pasos de Tijuana, en la frontera con México. Es una ciudad antipática en downtown, casi como si no hubiéramos salido aún de Los Ángeles, e innegablemente bella en lugares como La Jolla, con sus focas, pelícanos y colibrís revoltosos disfrutando del sol de invierno. Descubrimos rincones alejados de turistas peregrinos, como Del Mar, surferos que despiden al sol en el Pacífico inmenso e historia hispana en el casco antiguo de la ciudad, hoy reconvertido en museo.

La madrugada del 13 de enero llegamos, otra vez de la mano de Greyhound, a Las Vegas, en Nevada. Al amparo de la noche la ciudad parece tranquila, hace frío de nieve y hay luces por todas partes. A poco que se conduzca hacia las afueras uno se da cuenta de que la meca de los casinos se levanta en medio de llanuras despobladas y montañas rojizas, y con esa primera impresión y un poco de sueño partimos el mismo día hacia el Gran Cañón -lo único bueno de madrugar es ver cómo el sol se levanta tras las montañas-. La carretera es una recta infinita que se pierde en el horizonte, solo interrumpida por algún tumbleweed extraviado que completa a la perfección esa sensación de Viejo Oeste que nos invade desde que entramos en Arizona. Un viejo motel en la Ruta 66 y las montañas de un rojo de mil colores en el impresionante Cañón del Colorado, lo más bonito de Norteamérica. Suena Hotel California en la radio del coche al final de nuestro trayecto en esta odisea americana: “On a dark desert highway, cool wind in my hair…”; no es mentira todo lo que cuentan en las películas. 

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