A Romeo nunca le gustaron ninguno de mis novios. Y los conoció a todos, desde el primero hasta el último, porque vivió hasta la vetusta edad, para un can, de los dieciséis años. Sus emociones con respecto a mis parejas sentimentales siempre oscilaron entre el odio y la indeferencia, ni siquiera la cordialidad. Una vez hasta se cagó intencionadamente en la alfombra del salón de uno de ellos (un acto impropio de su educación refinada), en defensa de mi casa y de mi nombre. Aquel perro me amaba, y yo a él. Compartir al menos una décima parte de su instinto me hubiera eximido de algunas experiencias prescindibles. Si algún día tengo la suerte de llegar a una edad en la que merezca llamarme vieja, tengo la certeza de que, aun con demencia, no recordaré la trascendencia de ninguno de mis exnovios, pero seguiré mentando a aquel perro chiquito que solo tenía un testículo (que valía por dos), que asistió al ensayo de mi graduación universitaria, que odiaba el sonido de la armónica y que disfrutaba, sin remilgos, de las lentejas de mi madre y del guacamole.
Tengo su foto en la nevera, junto a la del único novio al que sé qué él también hubiera amado. Ninguno de los dos llegó a tiempo de conocer al otro. Me llevo para siempre la pena de ese desencuentro, pero también la certeza absoluta, aunque indemostrable, de, al menos una vez en la vida, haber escogido como compañero de vida y de viaje a alguien a quien mi perro nunca, jamás, le habría ladrado.
Te echamos de menos, Piti.