
1. m. estante (‖ tabla dispuesta horizontalmente).
- Feria del Libro 2021 en Los Llanos de Aridane.
Determinismo: «Felicia habitaba en uno de esos lugares en los que la densidad de población era suficientemente escasa como para poder inquirir entre la vecindad algún capítulo de la biografía propia olvidado, bien por un lapsus momentáneo, por un mal disimulado y en ocasiones necesario embriague etílico o por simple conveniencia. En aquel lugar, el determinismo cobraba viva fuerza de boca en boca. Así, si te olvidabas de quién eras, probablemente acabarías convertido en aquello que los demás contaban sobre ti». - Festival PasoPalabras 2023. La plaza de las palabras.
- “Ulises está en Las mil y una noches, en Dante Alighieri y en Shakespeare, en La Fontaine y en Tennyson, en Virginia Woolf, en Ezra Pound y en T. S. Eliot, en Borges, en Cavafis, en Pessoa, en Joyce, en Pavese, en George Brassens, en Bob Dylan, en Suzanne Vega, en Nick Cave, en Margaret Atwood y en Jay-Z. Desde hace milenios, todos leemos lo mismo: un club de lectura que atraviesa los siglos» (pág. 20). ”Estamos en 1178 antes de nuestra era. Ninguno de los protagonistas de la Odisea pudo sospechar que, 3200 años después, seguiría habiendo lectores ansiosos por compartir su vida y sus afanes” (pág. 23).
- «Cuando la Aurora, envuelta en su túnica de azafrán, empezó a inundar de luz la tierra, Zeus llamó a los dioses en consejo en la más alta cumbre de las sierras del Olimpo. Luego habló y todos los dioses escucharon: –Oídme –dijo–, dioses y diosas, para que pueda deciros mis planes. Que ninguna diosa o dios intente contrariarme, obedecedme todos para que pueda poner fin a este asunto. Si veo a alguno actuar por su cuenta y ayudar a los troyanos o a los griegos lo derrotaré con desmesura antes de que pueda volver al Olimpo; o lo arrojaré en el negro Tártaro en el pozo más profundo bajo la tierra, donde las puertas son de hierro y el suelo de bronce, tan debajo del Hades como está de alto el cielo sobre la tierra, para que aprenda que soy con mucho el más poderoso entre vosotros. Ponedme a prueba y vosotros mismos lo comprobaréis. Atadme una cadena de oro y tirad todos, dioses y diosas al mismo tiempo, y no arrastraréis a Zeus, el consejero supremo, desde el cielo a la tierra; pero si tirase yo os arrastraría con la tierra y el mar, y luego ataría la cadena a algún pináculo del Olimpo y os dejaría colgando en mitad del firmamento. Tan por encima estoy de todos los demás dioses y hombres». La decisión de Zeus de prohibir la participación de los dioses en la guerra de Troya recuerda la del Comité de No Intervención, creado tras el estallido de la guerra civil española para vigilar el cumplimiento del Pacto de No Intervención suscrito por 27 países europeos que se comprometían a no participar en la contienda. El Pacto no fue respetado: Alemania, Italia y Portugal apoyaron al ejército franquista, mientras que la URSS envió ayuda a la España republicana. Tampoco la orden de Zeus tendrá un gran cumplimiento (págs. 187 – 188).
- «–¿No les parece que tiene un sabor increíblemente sutil? En casa muchas veces lo comemos en forma de cocido mizore-nabe: ponemos en la olla el besugo y el cangrejo algo asados, les vertemos el caldo encima y al final agregamos abundante nabo rallado. Si ese cocido se condimenta con yuzu y chile en polvo, no hay quien no entre en calor –explicó Koishi con pasión. –Venga, hay que comerse esto antes de que se enfríe –urgió Tae. –Y también hay postre… ay, mizugashi –dijo Koishi encogiendo los hombros como quien sabe que ha metido la pata. –Bien dicho: en la cultura culinaria japonesa no existe esa cosa llamada «postre», ¡eso hay que dejárselo a los franceses! –añadió Tae volviendo a hinchar las narinas. –Tú siempre igual, Tae, ¡te obsesiona cada minucia…! A mí me trae sin cuidado que se lo llame «postre» o «mizugashi» –declaró Nobuko dejando el cuenco en la mesa. –Ni hablar –replicó la señora Tae–, los detalles importan. El desmoronamiento de una cultura comienza con la perversión del lenguaje. ¿Qué va a ser de nuestra repostería wagashi si toleramos que se la compare con simples «postres» y «dulces»? –concluyó y, como para remachar lo dicho, se comió de un bocado un pedazo de pescado con la piel» (pág. 48).
- «Mi profesor de periodismo en el instituto, Charles O. Simms, nos está enseñando a escribir una entradilla, la primera frase o párrafo de una noticia. Escribe en la pizarra: «Quién, qué, dónde, cuándo, por qué y cómo». Luego nos dicta una serie de datos, más o menos así: «Kenneth L. Peters, director del instituto de Beverly Hills, ha anunciado hoy que el profesorado del centro viajará a Sacramento, el jueves, para asistir a un coloquio sobre nuevos métodos de enseñanza. En el encuentro intervendrán la antropóloga Margaret Mead y el rector de la Universidad de Chicago, Robert Maynard Hutchins». Nos sentamos con nuestras máquinas de escribir a redactar el titular, y casi todos invertimos el orden de los datos, de manera que el texto queda más o menos así: «La antropóloga Margaret Mead y el rector de la Universidad de Chicago, Robert Maynard Hutchins, se dirigirán a los docentes el próximo jueves, en Sacramento, donde se celebrará un coloquio sobre nuevos métodos de enseñanza, según ha anunciado hoy el director del instituto, Kenneth L. Peters». Entregamos nuestros titulares. Estamos muy orgullosos. El señor Simms les echa un vistazo y los tira todos a la papelera. Nos dice: «El titular es que el jueves no habrá clase». Se me enciende una bombilla en la cabeza. En ese momento decido que voy a ser periodista» (pág. 122).
- «Cuando yo tenía siete años, antes de que se enfadase papá con el abuelo y no lo pudiésemos volver a ver, cogí la llave de esa puerta enorme y entré allí. Había muchísima oscuridad […] y telarañas, muchísimas botellas vacías y también dos o tres barriles. Abrí un armario viejo antes de irme […], y me encontré con un montón de ropa tirada y un traje colgado, un traje viejo de Batman. Ese día por la noche, sin poder dormir, pensaba en lo raras que son las cosas dependiendo del lugar en el que se encuentran. O más bien pensaba en que no hay ninguna cosa rara en el mundo, lo raro siempre es el lugar en el que se encuentra. Y cómo de golpe cosas que yo había visto y que me habían impactado un montón se olvidaban con las primeras explicaciones. Por ejemplo, esa noche volví a un momento que ya no recordaba, un día que entré en silencio en el salón de los abuelos para darles un susto, y me encontré al abuelo hablando por teléfono en una lengua que yo no conocía, y que luego me aclaró que era inglés. Fue la primera vez que oí a alguien hablar en inglés, y fue a mi abuelo, que era un aldeano que cuidaba animales y cosechaba la tierra, y que se había ido a vivir al pueblo con la misma sensación de prosperidad de uno que llega a Nueva York, aunque lo pongan a barrer calles. La abuela Esperanza me dijo allí mismo, sentada en su sofá, que el «abuelito» hablaba inglés porque había sido marino mercante, y había estado en medio mundo. Yo no lo sabía, pero bien es verdad que tampoco sabía casi nada del abuelo, sólo que había emigrado a América cuando tenía quince años. A algo se había dedicado, porque a los veinte años nadie se pone a cultivar fresas pensando en sus nietos. Así que lo di por bueno, aunque yo, que leía todos los cómics del mundo, nunca había leído el cómic que me dijese adónde se fue Batman cuando dejó de saltar y de correr, cuando se hizo tan viejo que abandonó todo, hasta el dinero que hizo, para dejar de ser Bruce Wayne y volver a ser Matías Santa. Pasé varios meses convencido de que mi abuelo era Batman, y aunque me quemaba no poder decírselo a nadie, tampoco tenía mucha gente a quien contárselo» (págs. 159 – 160).
- DECEMBER 6TH, 1833, –The Beagle sailed from the Rio Plata, never again to enter its muddy stream. Our course was directed to Port Desire, on the coast of Patagonia. Before proceeding any further, I will here put together a few observations made at sea. Several times when the ship has been some miles off the mouth of the Plata, and at other times when off the shores of Northern Patagonia, we have been surrounded by insects. One evening, when we were about ten miles from the Bay of San Blas, vast numbers of butterflies, in bands or flocks of countless myriads, extended as far as the eye could range. Even by the aid of a glass it was not possible to see a space free from butterflies. The seamen cried out «it was snowing butterflies», and such in fact was the appearance» (pág. 1).
- «Baba Hasán es un campo inmenso. Te puedes tumbar donde quieras, el suelo es de arena. Miras arriba y no hay techo, todo es cielo. Miras a la izquierda y todo es inmigración. Miras a la derecha y lo mismo. Allí estábamos más de seiscientas personas, muchos guineanos. Antes de dormir, me preguntaron el nombre: «Balde, Ibrahima». Y la edad. «Diecisiete». El que tomaba notas era un barbudo, y dudó. Me preguntó de nuevo: «¿En qué año naciste?». «Le 4, 8, 1999», le expliqué, «à Conakry». «Oke», dijo, y así lo escribió. Desde aquel día, tengo cinco años menos que mi edad. Ese truco me lo enseñaron en Argelia: «En Libia es muy importante decir que tienes menos de dieciocho años. Así no te mandarán a la cárcel. Y si no te mandan a la cárcel, seguirás vivo». Por lo tanto, delante de aquel barbudo nací otra vez, pero en 1999. El día no lo cambié, le quatre du huit, el cuatro de agosto. Luego me pidió otros datos, pero yo tenía sueño y ahora ya no me acuerdo. Sí recuerdo lo que me dijo: «A partir de ahora, tú eres de Baba Hasán, no puedes irte a otra compañía a buscar un programa para Europa. Tu precio lo decidirá Baba Hasán, y cuando le pagues, te dirá cuándo sales». «Oke», le respondí. No le expliqué a qué había ido a Libia, porque me habría echado del campo o me habría roto algún hueso a bastonazos. Así es la costumbre en Sabratha, cada campo tiene su stock de migrantes y organiza el tráfico. Y si entras a un campo, ya estás atrapado, no puedes embarcarte con otra compañía. El otro día, uno de aquí me contó que los europeos dan mucho dinero a Libia para que bloquee a los migrantes, y que por eso en Libia hay tantas cárceles llenas de personas como yo. No sé si eso es verdad, yo no entiendo bien la política, pero sí sé qué es Libia. Libia es una gran cárcel, y es difícil salir de allí con vida» (págs. 65 – 66). «Este es un libro escrito sin papeles» (pág. 134).
- «Un auténtico clima de terror se instala en la isla y muchas de las personas que se significaron en la campaña electoral de febrero del 36, militantes, simpatizantes de los partidos de izquierda y sindicalistas, se esconden en el monte o permanecen en sus casas esperando un toque en la puerta a última hora de la tarde. El miedo y el terror que se vive a lo largo de estos meses es difícil de imaginar. El olvido al que se ven condenados los desaparecidos y los perseguidos, imperdonable. Juanito nace en una familia pobre del norte de La Palma, probablemente de muchos miembros, y como es común en la época se traslada a vivir a Villa de Mazo como criado en una casa que se convierte en la suya a cambio del trabajo diario. Su historia no está recogida en ningún documento escrito y es la memoria colectiva de los vecinos de Tigalate, un barrio de Villa de Mazo, la que ha mantenido vivo el recuerdo de lo que le sucedió a este muchacho y que probablemente guarda similitudes con otros actos igual de injustos. Cuentan las personas mayores del lugar que Juanito vivía en una zona conocida como el Camino Viejo, en casa de doña Teodora, y fue un entusiasta activista en la campaña electoral del 36 haciendo propaganda de la candidatura del Frente Popular. En los meses de terror, puede que una tarde, puede que ya entrada la noche, tocan a la puerta de la casa y los miembros de Acción Ciudadana, vecinos suyos de toda la vida, le piden que los acompañe. Cuando se lo llevan, doña Teodora parece recordar algo y sale al camino para darle al muchacho una chaqueta que lo proteja del frío, pero sus secuestradores contestan rápido y seguros: «En el sitio al que va, no la necesita». A Juanito no se le volvió a ver nunca más. Probablemente lo enterraron en una fosa común conocida como la de «los trece de Fuencaliente», pero nadie reclamó sus huesos. El olvido es la mayor injusticia que puede cometer una sociedad» (págs. 15 – 16).
- «–No viene mucha gente de por aquí, la verdad –dijo Alejandro, como si estuviese tratando de justificar el ambiente del local–. A los vecinos no les gusta que se lleven el dinero a su país. –¿Qué más dará eso? –Bueno…, son portugueses. Es normal que la gente de la zona prefiera ir a un café regentado por alguien de aquí. –Ah, ¿sí? ¿Y usted qué prefiere? –Pues… también, supongo. –Pues yo soy de Cuba –dijo ella. –No. Bueno…, es usted española. –¿Española? Pero si ni siquiera sé cómo es España. –¿Cómo no va a saberlo? ¿No llegan los libros a Cuba? –Sí, pero por dos libros que lea no voy a conocer esa tierra. Tan solo la conozco por esos hombres como su padre que vienen a Cuba a trabajar, a dejar preñadas a las mujeres y a escapar de allí antes de arruinarse. O de que les pillen sus fechorías, que los señoritos españoles se creen que Cuba les pertenece. –Eliana rectificó al darse cuenta de su soberbia–. Disculpe, no era mi intención hablar de ese modo. Ni siquiera conocí a su padre, no tengo ningún derecho a… –A decir verdad, yo tampoco conozco España –reconoció Alejandro–. Mi padre sí, él estuvo una vez… en Madrid y en Gijón. –¿Cómo era? –¿España? –No. Me refería a su padre. Alejandro no supo qué responder. –Como cualquier otro padre, supongo. –El miedo lo asaltó nuevamente al volver a recordar tantos amargos momentos del pasado. Dudó un instante mientras buscaba una respuesta con la que salir del paso–. Limpio. Sí, era un hombre muy aseado. –¿Limpio? ¿Eso es todo lo que puede decir de su padre? –Eliana soltó una carcajada. –No sé qué más decir de él» (págs. 169 – 170).
- «El doctor Verde no odiaba al mundo pero estaba un tanto aburrido de tener que saludar a tanta gente, amigos, clientes, vecinos, simples conocidos. Por ello encontró maravilloso el anonimato que le concedía la barba. Es verdad que él ayudaba a la transformación mediante un viejísimo sobretodo del que nunca había querido desprenderse, extraído ahora del desuso de un ropero. Creía, pues, circular por el mundo casi como si fuese invisible (a la manera de Juan Ramón Jiménez, que pasaba de una parte a otra de su casa ante visitas no deseadas, trasladando un biombo entre él y ellas)» (pág. 65).
- «–¿Qué nombre has pensado ponerle? –le preguntó cariñoso. –Mmmm… no sé. Quería llamarlo como su abuelo… –Ignacio es una buena elección –celebró–. ¿Y entonces? –Te vas a reír…– Enrique la miró con curiosidad–. Le oí decir a una india que a los niños recién nacidos no se les debe poner nombres de familiares muertos… –Porque… –Porque atrae sobre ellos el espíritu del difunto –defendió ella con más pudor que convicción–, y desde entonces no he dejado de pensar en lo violenta que fue su muerte, y… –No me dirás que le das crédito a esas supercherías –se tomó él a risa. –Piensa lo que quieras, pero si me dijeran que para preservar la salud de mi hijo tengo que bailar desnuda a la luz de la luna cubierta con la sangre de un toro joven, no dudes que lo haría sin rechistar por descabellado que suene» (pág. 61).
- «Cuando la nave llegó a la playa, cientos de personas alzaron las manos y prorrumpieron en vítores. El golpe de la plancha al caer sobre la piedra, las órdenes de los marinos y todos los demás sonidos quedaron sofocados por el griterío. Nos quedamos mirando, estupefactos. Probablemente, ese momento nos cambió la vida. No fue en Esciro ni tampoco en Pelión, sino allí cuando empezamos a comprender la gloria y la grandeza que ahora y siempre iban a acompañarlo. Aquiles había elegido convertirse en leyenda y aquel era el comienzo. Vaciló y me tocó la mano de forma que la multitud no pudiera verlo. —¡Ve! —lo urgí—. Te están esperando. Él dio un paso sobre la plancha y alzó un brazo a modo de saludo. El gentío rugió de tal modo que me dio miedo que se abalanzaran sobre el barco, pero los soldados se adelantaron y rodearon la pasarela, formando un pasillo entre la muchedumbre. Alquiles se volvió hacia atrás y me dijo algo imposible de oír en medio de aquel tumulto, pero lo entendí: «Ven conmigo». Asentí y echamos a andar. La multitud se agolpaba contra la barrera de soldados a ambos lados. Al final del pasillo se hallaba Peleo, que nos aguardaba con el rostro lloroso, pero no hizo intento alguno de enjugarse las lágrimas. Atrajo a su heredero y lo abrazó durante largo tiempo antes de soltarlo. —¡Nuestro príncipe ha regresado! —anunció el rey con voz más grave de lo que yo le recordaba, resonante y potente, haciéndose oír por encima de la cháchara del gentío, que se había callado con el fin de dar paso a las palabras de su rey—. Ante todos vosotros doy la bienvenida a mi muy amado hijo y único sucesor del reino. Él os conducirá a la gloria en Troya y regresará victorioso a casa. Me quedé helado a pesar del sol fuerte. «Jamás va a volver a casa», pero eso Peleo aún no lo sabía» (págs. 191 – 192).
- «Sería absurdo cuestionar la importancia de la preparación profesional en los objetivos de las escuelas y las universidades. Pero ¿la tarea de la enseñanza puede realmente reducirse a formar médicos, ingenieros o abogados? Privilegiar de manera exclusiva la profesionalización de los estudiantes significa perder de vista la dimensión universal de la función educativa de la enseñanza: ningún oficio puede ejercerse de manera consciente si las competencias técnicas que exige no se subordinan a una formación cultural más amplia, capaz de animar a los alumnos a cultivar su espíritu con autonomía y dar libre curso a su «curiositas». Identificar al ser humano con su mera profesión constituye un error gravísimo: en cualquier hombre hay algo esencial que va mucho más allá del oficio que ejerce. Sin esta dimensión pedagógica, completamente ajena a toda forma de utilitarismo, sería muy difícil, ante el futuro, continuar imaginando ciudadanos responsables, capaces de abandonar los propios egoísmos para abrazar el bien común, para expresar solidaridad, para defender la tolerancia, para reivindicar la libertad, para proteger la naturaleza, para apoyar la justicia…» (págs. 81 – 82).
- «Además de la calavera, uno de los símbolos que solía aparecer en las insignias de los piratas era el reloj de arena. Tenían carreras que más temprano que tarde llegaban a su fin, y convenía recordarlo. Anne Bonny y Mary Read no fueron una excepción. Debieron de nacer alrededor de 1700, una en Irlanda y la otra en Inglaterra. Anne, hija ilegítima de un abogado y su sirvienta, llegó a América con su padre y se casó muy joven con James Bonny, un marinero y pirata de poca monta. Con él huyó de su familia y se estableció en Nassau, en las Bahamas, un agujero caribeño habitado por tantos criminales que funcionaba como república corsaria al margen de cualquier dominio. Allí conoció a Mary Read, cuya infancia no pudo ser más novelera: para cobrar una herencia la vistieron y criaron desde pequeña como si fuese su hermano muerto, y así, simulando ser un niño, llegó hasta la adolescencia, cuando se enroló en el ejército y la marina. Un día su barco fue capturado por piratas, y le dieron a elegir entre la muerte o unirse a ellos. Pese a que los bucaneros no eran precisamente delicados en su trato con las mujeres (los códigos solían prohibir la presencia femenina a bordo de un barco por los conflictos que ocasionaba, motivo por el cual tampoco estaba permitida la presencia de chicos muy jóvenes), el dilema parecía claro. Además, en el caso de que hubiera conseguido huir, su identidad ya estaba desvelada y en tierra le habría esperado una vida como esposa, sirvienta o prostituta. Es decir, que Mary eligió unirse a los piratas» (pág. 81).
- “No me gustaba, pero me regaló sentirme deseada. Y con eso bastó. Ahí comenzó la revolución. Mañana empiezo como Responsable de Comunicación en el Cabildo de Lanzarote así que es el momento de cagarme en todos antes de ponerme el traje de Punto Roma. Es el momento de invocar la fuerza de las muertas, de Olimpia de Gouges, de la Princesa Cathaysa y de María Antonieta. Es el momento de abrir la Caldera de Bandama que tengo entre las nalgas y asfixiar de mierda a mis verdugos. Mañana seré educada y bien hablada cuando pase delante de tu caja registradora en el Hiperdino, Yésica, y cuando te deje las flores en el cementerio, abuela, y cuando te pase a visitar una vez al mes porque estoy muy ocupada, ya ves tú, mamá. Diré que los planes de convivencia escolar se están implementando con éxito en las aulas, que el diálogo con la oposición refleja el valor de nuestra democracia. Pero eso será mañana, después del masaje taiwanés con aceite de aloe vera sobre mis estrías castigadas por el contribuyente. Hoy me cago en ustedes a gusto. Púdranse, comemierdas. Rebócense en el pan rallado de sus existencias ordinarias. Me río de la puta mierda de poder que se creyeron tener sobre mí y las demás apestadas. Dictaduras de todo a 100 pesetas que tanto daño hicieron y que no sirvieron para nada. Prepárense. Porque la gorda jedionda acaba de comenzar la reconquista y su culo viene a reventar el trono de Canarias” (págs. 32 – 33).
- «Cuando uno juega al tenis como Roger Federer y Rafa Nadal, el tenis es algo más que una competición, es una forma de vida. En cada partido suyo se juega algo más que una victoria. Se está perpetuando una tradición, una manera de ver el mundo cada vez más antigua y solitaria. No son ellos los que corren de un lado a otro de la pista. Es la Historia, una muy concreta que trata de mantener las últimas posiciones ante el paso destructor de sus herederos […]. Federer es la evolución final del tenis, la técnica convertida en algo bello y duro. Que Nadal lo haya tenido acomplejado da la medida mitológica del español. Si Nadal tortura a sus rivales, les come el cerebro y los saca a pelotazos, Federer pasa por los partidos sobrevolando como un águila. Federer se mete dentro de la pista, ataca la bola cuando bota, agrede en cada golpe buscando las líneas; Nadal toma aire al fondo, arriesga su cuerpo en cada intercambio, machaca la raqueta y bufa hasta rendir al otro. El revés de Federer, semienterrado en el olvido de partidos que empezaban a conformar su decadencia, cambió la final en el momento en que Nadal la tenía a mano. En cuanto acabó el partido me fui a ver las imágenes de 2009, cuando Nadal tumbó en esa misma pista rápida a Federer, el hábitat de Roger. Han pasado ya ocho años. [..] Para entonces llevaban cinco años viajando por el mundo para citarse en todas las finales. Roger Federer trata de hablar, pero no puede. Alguien grita entonces: «I love you, Federer!». Y Federer, de pronto, se echa a llorar. Llora y llora. Su novia, Mirka Vavrinec, contempla la escena con la mano en la boca. Está así durante minuto y medio, lo que tarda Federer en terminar de llorar delante de millones de espectadores. ¿Y saben qué? En ese momento incómodo, en ese instante que todo el mundo sabía que era parte ya de la historia del deporte, la cámara busca a Rafa Nadal. […]. Y Nadal, veintitrés años, media melena, no cambia el gesto de profundo respeto, de admiración profunda, de profunda tristeza. Nadie sabe quién ha ganado y quién ha perdido; no se sabrá nunca. En esa cara de Nadal, mientras el mejor tenista de la historia llora delante de él, no solo están los últimos diez años del tenis mundial, sino la categoría de una de las mejores rivalidades de todos los tiempos: el mejor tenis que hemos podido ver nunca, las mejores personas con las que hemos podido soñar dentro de una pista» (págs. 146 – 147).
- «Se encuentra en los vestuarios, justo detrás de la galería de los músicos, en una pequeña abertura desde la que se ve todo el teatro. Sus compañeros saben que tiene esa costumbre, por eso no dejan nunca los trajes ni los accesorios allí, siempre respetan ese espacio de la ventana. Creen que se pone ahí para ver al público a medida que llega. Creen que le gusta saber cuánta gente acude, cuánto público asistirá a las sesiones, cuánto va a ganar. Pero el motivo no es ese. A él le parece el mejor sitio antes de una función: debajo, el escenario; el espacio circular que va llenando el público poco a poco; y a su espalda, los demás actores, transformándose de hombres en espíritus, príncipes o soldados, en damas o en monstruos. Es el único sitio en el que puede estar solo en medio de tanta gente. Como si fuera un pájaro, por encima del suelo, posado en el aire y nada más. Él no es de ese mundo: está por encima de él, aparte, observándolo. Le recuerda a la cernícala que tenía su mujer, suspendida en el aire, planeando entre las corrientes, muy lejos de las copas de los árboles, con las alas extendidas, mirando abajo, mirando a todas partes” (pág. 328).
- «La tía Taiwo es una de esas mujeres, se casó con un antiguo gobernador que ya tenía esposa cuando lo conoció. Es una mujer curiosa: nos invita siempre que viene de Dubái y el desagrado que sentimos por ella no parece afectarle. No ha tenido hijos y nos ha dicho infinidad de veces que nos considera hijas suyas. El sentimiento no es recíproco. –Ayúdame a decírselo o. Es como si quisieran quedarse en esta casa eternamente. Ya sabéis, los hombres son muy volubles. Si les das lo que quieren, harán lo que sea por ti. Cuidaos el pelo, llevadlo largo y brillante o invertid en unas buenas extensiones. Cocinad y enviadle comida a casa o a la oficina. Cuando estéis con sus amigos, tratadlos bien y a él mimadle el ego. Arrodillaos ante sus padres y llamadlos en fechas importantes. Si hacéis todo eso, os llevará al altar en un visto y no visto. Mi madre asiente sabiamente. –Muy buen consejo. Evidentemente, ninguna de nosotras le hace caso. Ayoola nunca ha necesitado ayuda en materia de hombres y yo sé que no debo aceptar consejos de alguien que va por la vida sin brújula moral» (pág. 74).
- «El enclaustramiento físico y mental que padecían, sin tener conciencia de cuánto lo padecían (salvo Elisa, la british), los hacía ver el mundo exterior como un mapa de dos colores antagónicos: países socialistas (buenos) y países capitalistas (malos). En los países socialistas (a los cuales incluso resultaba factible viajar) se construía arduamente el futuro perfecto (aunque no estaba quedando muy bonito, decía Irving) de igualdad y justa democracia de la dictadura proletaria encargada a la vanguardia política del Partido en la fase de construcción del comunismo, con cuyo arribo se alcanzaría la culminación de la Historia, el mundo feliz. En los decadentes estados capitalistas imperaba la rapiña y la discriminación, la explotación del hombre por el hombre, la violencia y el racismo, la hipócrita democracia burguesa, se generaban guerras como la de Vietnam, se producían escándalos como el de Watergate, se instauraban dictaduras sanguinarias como la de Chile, aunque debían reconocer que de algunos de esos sitios venía la música que les gustaba escuchar, la ropa que preferían vestir y hasta la mayoría de esos libros que les encantaba leer (sostenía Bernardo)» (págs. 111 – 112).
- “El leñador de pelo rizado nos dijo adiós desde la puerta de la cabaña. Debía de tener unos cincuenta años, y no me lo podía imaginar ni más viejo ni más joven. Se me ocurrió que se mantendría siempre así, a la puerta de aquella cabaña, abrazado a los ocho panes de una libra. Era una delicia descender por el interior de bosque sin otra preocupación que la de seguir la ruta marcada por Moro. El simple hecho de respirar resultaba gozoso, y a ello se le añadía -gozo sobre gozo- la paz que me proporcionaba el ser consciente de dónde me encontraba, en qué patria: no en la de Ángel o en la de Berlino, ni en la de Adrián, Joseba y mis otros compañeros de estudios, sino en el bosque, allí donde todavía era posible encontrar gente del pasado. Y no faltaba -tercer motivo de gozo- una llama más en mi espíritu: después de mi conversación con Juan, estaba decidido a no tocar el acordeón en la fiesta que iba a presidir Uzcudun” (pág. 221).
- «A los siete días de haber nacido, por fin te dieron de alta en el hospital y pude salir de allí contigo en los brazos. Te habías recuperado de la ictericia, que te puso amarillo como la yema de huevo, y se te había estabilizado el peso. Me dijeron que no eras prematuro, aunque lo parecías. Eras muy pequeño y feo, calvo, pálido, orejón y mudo, apenas te movías y ni siquiera llorabas. –A este ratoncito hay que ponerlo al sol con música latina, a ver si le dan ganas de vivir –recomendó Roy en broma, pero resultó buen consejo. […] Entre el cuentagotas, el sol y las rancheras, joropos y rumbas en la radio, el ratoncito sobrevivió, y seis semanas más tarde nos despedimos de Roy Cooper y Rita Linares, que tanto hicieron por nosotros, y pudimos viajar de vuelta a casa» (págs. 262 – 264).
- «En su aliento percibo que ha bebido, me doy vuelta en la cama y con una mano adivino la botella entre las cobijas, la saco y bebo. Mezcal para todo mal… La abuela ríe, mi madre finge distraerse en el huerto. Mamá Ana levanta el índice y me limpia diligente las comisuras de la boca. Entonces nos miramos a gusto. Registramos los cambios, mis cejas depiladas, su ojo izquierdo más pequeño que el derecho, mi cabello teñido de rojo, su palidez, la afilada barbilla, el piercing, la tristeza que no nos escondemos. Mi madre se acerca. Me hago a un lado y se mete en medio. Toma nuestras manos juntas y propone: -Nos dejamos de pendejadas y vamos al mar. Sigue un intercambio de monosílabos. Toda la vida nos hemos entendido con poco. Echamos a la cajuela lo que creímos necesario. Ellas se sientan atrás y yo arranco, con el mapa de los sueños clavado en la frente» (págs. 96 – 97).
- «Los dos ángeles llegaron a Sodoma por la tarde. En ese momento, Lot se encontraba sentado en la puerta de la ciudad y, al verlos, se levantó para saludarlos y, postrándose ante ellos, les dijo: —Mis señores, desviaos hacia la casa de vuestro siervo y quedaos allí esta noche; lavad vuestros pies y mañana, cuando os levantéis temprano, podréis marcharos. Pero ellos le respondieron: —No, porque vamos a pasar la noche en la calle. Pero Lot insistió tanto que, al final, se desviaron hacia su casa y entraron en ella. Les preparó una comida de pan sin levadura, y comieron. Pero, antes de que se acostaran, los hombres de la ciudad, los sodomitas, jóvenes y viejos llegados de todos los rincones de la ciudad, rodearon la casa y llamaron a Lot: —¿Dónde están los hombres que recibiste esta noche? —le preguntaron—. Sácanoslos para que nos los follemos. Lot salió para hablar con ellos cerrando la puerta detrás de sí y dijo: —Os ruego, hermanos, que no actuéis con maldad. Mirad, tengo dos hijas vírgenes. Permitid que las saque y haced con ellas lo que os parezca, pero no hagáis nada a estos hombres, porque se encuentran bajo la protección de mi techo» (pág. 101). «Este libro […], valiéndose tan solo de diálogos breves y escuetos, limitados siempre a dos interlocutores, construye historias fantásticas y extravagantes, que no solo han llegado a ser universalmente conocidas […], sino que, pese a poseer bien claramente la principal característica de mitos y leyendas, que es la de ser inverosímiles, han sido tomadas como verdades incuestionables por miles de millones de personas, incluidas algunas de las mentes más brillantes y lúcidas que han existido nunca».
- «Su trabajo de profesor de ciencias naturales en un instituto privado de Abiyán le proporcionaba ampliamente lo necesario para llevar una vida relativamente cómoda. Joven, soltero, sin críos, alojado la mitad del tiempo en casa de su madre, un sueldo correcto que caía invariablemente cada 25 de mes, Ossiri era un funcionario normalito. Contemplaba su vida llenarse, sin el menor contratiempo, con certidumbres y caminos trazados. Y eso era, precisamente, lo que lo había atemorizado. Precoz, había terminado muy joven la carrera. A los 23 años ya llevaba dos años dando clase […]. Todo eso le había metido miedo. Le habían explicado, sin embargo, que todo eso se arreglaría de manera natural con el tiempo. La diferencia de edad entre él y sus alumnos no podía sino dilatarse a medida que los años se desgranaban. Pero él no se sentía en su sitio. La llamada del mar era demasiado fuerte, demasiado insondable en sus adentros. Más allá de cualquier argumentación y de todo razonamiento científico, Ossiri quería conocer mundo. Lejos. Cuando habló de marcharse, de abandonarlo todo, lo trataron de loco. Algunos hablaron hasta de un conjuro, de un potente fetiche lanzado contra él por los eternos «celosos-del-éxito-de-los-demás». Todos intentaron disuadirlo. Todos, menos su madre. «¡Vete, mira y regresa con nosotros!» -le había dicho ella. Simplemente» (págs. 85 y 86).
- «Poco a poco el pinar empezó a clarear y vino a sustituirlo la vegetación de alta montaña. Matorrales bajos, duros, acostumbrados a resistir el azote de los vientos. Las vistas eran cada vez más espectaculares. Debíamos de andar por encima de los dos mil metros, y ante nosotros se alzaban ya las cumbres, emergiendo escarpadas del mar de nubes que se extendía en el horizonte. Al fin, tras recorrer un trecho de carretera que iba siguiendo la línea de la crestería montañosa que coronaba la isla, divisamos las instalaciones del observatorio astrofísico. Las semiesferas blancas de los telescopios, diseminadas entre las diversas alturas menores que circundaban el Roque de los Muchachos, brillaban al sol del atardecer. Parecía mentira que apenas media hora antes hubiéramos atravesado un bosque inundado de bruma. Siguiendo las indicaciones, llegamos a un pequeño aparcamiento que había al pie del roque. Los muchachos a que aludía su nombre eran unas pequeñas formaciones rocosas, vagamente antropomórficas, que se congregaban en su cima. Bajamos del coche para llegar a pie hasta ella. Desde lo alto, a unos dos mil quinientos metros sobre el mar, vimos a nuestros pies la inmensa caldera volcánica que constituía el corazón de la isla. A decir verdad, medio la vimos y medio la adivinamos, por el enorme hueco que se abría bajo nosotros, ya que las nubes la ocultaban en buena parte. El aire era tan puro, el panorama tan grandioso, que resultaba difícil permanecer indiferente. Incluso yo, que no suelo ser demasiado vulnerable a las maravillas paisajísticas, me quedé impresionado. El rostro de Chamorro, anaranjado por la luz del sol poniente, reflejaba un absoluto embeleso. –Qué pasada, los que puedan vivir y trabajar aquí—suspiró» (pág. 261).
- «Por fin llegaron a la entrada del Parque Nacional de Tarangire, donde hicieron una parada de rigor antes del primer safari. Se mezclaron con el resto de los visitantes: asiáticos, europeos, americanos, todos consumiendo algo apresurados, charlando con sus acompañantes, con absurdas vestimentas, accesorios y cámaras colgando, igual que en cualquier plaza mayor. El turista convierte el paraíso en un lugar vulgar y mundano. Quizá por eso el verdadero paraíso está vedado al forastero. Solo sus habitantes pueden disfrutarlo, y, en realidad, puede ser cualquier lugar en un momento especial. Eso pensaba Adriana cuando se metió en el coche deseando que arrancase el motor» (págs. 86 – 87).
- «La Guerra Civil puso fin al Régimen de Puertos Francos, un sistema de libre franquicia comercial que había condicionado la estructura socioeconómica del Archipiélago desde 1852, con las graves consecuencias que ello trajo consigo en una economía altamente dependiente del exterior, especialmente de Inglaterra. Se cortó el cordón umbilical de la noche a la mañana. La ruptura se sintió con total inmediatez. Áreas como las portuarias, el comercio, las importaciones, los servicios urbanos y la agricultura de exportación se vieron paralizadas y sin apenas posibilidades de reactivarse. Frente a ese caos, había una población a la que había que alimentar en unas islas incapaces de autoabastecerse. Era la etapa de la autarquía económica auspiciada por el Mando Militar. Sin salida vislumbrada para la agricultura de exportación, se estudiaron rocambolescas medidas como la conversión de los plátanos en harina o se trató de desarrollar por parte del Gobierno la construcción para paliar el paro. Pero la subsistencia cotidiana sería el problema más acuciante con el que tendría que enfrentarse la gran masa de la población. La disidencia se reprimía duramente y la juventud se reclutaba para la guerra en la Península. […] El trueque y el estraperlo volvieron a formar parte de la existencia diaria de las gentes. Las personas con más conexiones con el régimen hicieron fortuna con el mercado negro, que era la única posibilidad de acceso a productos básicos que estaban racionados» (págs. 115-116).
- «Dos almas no se encuentran por casualidad. Entonces ¿qué es lo que nos lleva a encontrarnos con alguien? ¿Por qué nos encontramos con almas que no quieren quedarse a nuestro lado? Puede que sea por lo de que tenemos que aprender de nuestros errores y estar preparados para cuando llegue esa «alma» (o como quieran decirlo, puesto que hay muchos adjetivos curiosos y divertidos para denominarla) que estamos deseando encontrar. Pero me surge otra duda… ¿Cómo sé yo que esa «alma» es para mí? Y, ¿cómo sé que estoy preparada para recibirla? Preguntas… Tal vez la respuesta sea tan sencilla como: «Si te sientes feliz, esa es» (pág. 25).
- «La Ilíada y la Odisea exploran opciones vitales alejadas, y sus héroes afrontan las pruebas y azares de la existencia con temperamentos opuestos. Homero deja claro que Ulises valora intensamente la vida, con sus imperfecciones, sus instantes de éxtasis, sus placeres y su sabor agridulce. Es el antepasado de todos los viajeros, exploradores marinos y piratas de ficción –capaz de afrontar cualquier situación, mentiroso, seductor, coleccionista de experiencias y gran narrador de historias–. Añora su hogar y su mujer, pero se entretiene a gusto por el camino. […] El astuto Ulises no fantasea, como Aquiles, con un destino grandioso y único. Podría haber sido un dios, pero opta por volver a Ítaca, la pequeña isla rocosa donde vive, a encontrarse con la decrepitud de su padre, con la adolescencia de su hijo, con la menopausia de Penélope. Ulises es una criatura luchadora y zarandeada que prefiere las tristezas auténticas a una felicidad artificial. El regalo que le ofrece Calipso es demasiado parecido a un espejismo, a una huida, al sueño de una droga alucinógena, a una realidad paralela. La decisión del héroe expresa una nueva sabiduría, alejada del estricto código de honor que movía a Aquiles. Esa sabiduría nos susurra que la humilde, imperfecta y efímera vida humana merece la pena, a pesar de sus limitaciones y sus desgracias, aunque la juventud se esfume, la carne se vuelva flácida y acabemos arrastrando los pies» (págs. 91-93).
- «Ese comentador del hecho cotidiano, que por lo menos puede encontrarse en el cuarenta por ciento de nuestros pueblos, es el periodista sin periódico, un hombre que ejerce su profesión contra la dura e inmodificable circunstancia de no tener si quiera una prensa de mano para expresar sus ideas y las expresa en la vía pública, con tan evidentes resultados que acaso sea esa una demostración incontrovertible de que el periodismo es una necesidad biológica del hombre, que por lo mismo está en capacidad de sobrevivir incluso a los mismos periódicos. Siempre habrá un hombre que lea un artículo en la esquina de una farmacia, y siempre -porque esa es la gracia- habrá un grupo de ciudadanos dispuesto a escucharlo, aunque sea para sentir el democrático placer de no estar de acuerdo» (págs. 63 – 64).
- «Pero hay una cosa en este país ante la cual todos los hombres son creados iguales; hay una institución humana que hace a un pobre el igual de un Rockefeller, a un estúpido el igual de un Einstein, y al hombre ignorante el igual de un director de colegio. Esta institución, caballeros, es un tribunal. Puede ser el Tribunal Supremo de Estados Unidos, o el Juzgado de Instrucción más humilde del país, o este honorable tribunal que ustedes componen. Nuestros tribunales tienen sus defectos, como los tienen todas las instituciones humanas, pero en este país nuestros tribunales son los grandes niveladores, y para nuestros tribunales todos los hombres han nacido iguales» (pág. 207).
- «Todos los niños, menos uno, se hacen mayores, y todos llevaremos dentro nuestro propio País de Nunca Jamás. Al deslizarte en el país de los sueños, aún recordarás ese murmullo de las olas, aunque no vuelvas a desembarcar nunca más”.
- «La historia de Garafía es una historia incompleta, como no podía ser de otra manera. Y desde luego hecha a pedacitos, a retales de cuentos y chismes contados por aquí y por allá. Como todos los cuentos que se mecen en la tradición oral está lleno de inexactitudes y exageraciones, pero aquí permítanme refugiarme en la imaginación. Porque como decía Silvio: «Yo creo que es la posibilidad de que la gente sueñe, chico. De que la gente ame. Y la gente sueña, a la gente le gusta la fantasía. A la gente le gusta la imaginación… porque la mente humana está hecha de imaginación» (pág. 101).» Garafía es una región montañosa del noroeste de la isla de La Palma, en el archipiélago canario. Una tierra que en los años 40 y 50 del siglo XX experimentó un importante éxodo migratorio a Venezuela. Se trató de una época convulsa, con dos relatos complementarios: el de quienes se fueron y el de quienes se quedaron. Por un lado, el del tortuoso periplo de hombres que buscaron, no siempre con éxito, prosperidad y oportunidades para ellos y para sus familias. Por otro, el de las mujeres que se quedaron a cargo de la supervivencia cotidiana, del campo y la crianza, bajo la sombra de un régimen fascista y en una tierra económica y socialmente devastada».
- «Tres anillos para los Reyes Elfos bajo el cielo. Siete para los Señores Enanos en casas de piedra. Nueve para los Hombres Mortales condenados a morir. Uno para el Señor Oscuro, sobre el trono oscuro en la Tierra de Mordor, donde se extienden las Sombras. Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos, un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas en la Tierra de Mordor, donde se extienden las Sombras».
- «El doctor Jenkins estaba como aturdido. Y cuando Händel se levantó por fin, tímidamente admirado, por decir algo, le comentó: –Pero hombre, jamás había escuchado nada igual. Tenéis el demonio en el cuerpo. Entonces el rostro de Händel se oscureció. También él estaba asustado ante la obra y la gracia que le habían sobrevenido durante el sueño. También él se avergonzaba. Se volvió y en voz baja, de modo que los otros apenas pudieran oírlo, dijo: –Creo más bien que Dios ha estado en mí» (pág. 114, La resurrección de Georg Friedrich Händel, 21 de agosto de 1741).
- «Los agentes levantaron la cabeza todos al mismo tiempo para localizar el olor. «Es curioso», pensó Adamsberg, «que el ser humano alce instintivamente la nariz diez centímetros cuando trata de captar un olor». Como si diez centímetros fueran a cambiar algo. Movido por este reflejo animal conservado desde la noche de los tiempos, el grupo de agentes recordaba a una familia de gerbillos intentando captar en el viento el olor del depredador» (pág. 18).
- Podría ponerme a transcribir fragmentos de este libro y no acabar nunca. Puro rock ‘n’ roll. «¿Desde cuándo se confunde el feminismo con el budismo? ¿Por qué demonios, por el hecho de ser mujer, tengo que ser amable con todo el mundo? ¿Y por qué las mujeres, para colmo, tienen que esmerarse por ser «cariñosas» y «comprensivas» siempre entre ellas? Esta idea de la «solidaridad femenina» me parece, con franqueza, absurda. Yo no concedo una bonificación del veinte por ciento por similitud genital si me encuentro con alguien que lleva sujetador. Si una persona es imbécil, es imbécil, con independencia de que a ella y a mí, en conciertos y fiestas, nos toque esperar o no en la cola más larga para entrar en el baño.» (pág. 101) «¿Qué es el feminismo? Solo la convicción de que las mujeres deben ser tan libres como los hombres, por muy chifladas, estúpidas, crédulas, mal vestidas, gordas, menguantes, vagas y engreídas que sean. ¿Que si eres feminista? Ja, ja, ja. Por supuesto que sí» (pág. 104).
- «Mi madre me crio como si las cosas que yo podía hacer y los sitios a los que podía ir no tuvieran límite alguno. Cuando me acuerdo de aquella época me doy cuenta de que me crio como si yo fuera un niño blanco; no en términos culturales, sino en el sentido de hacerme creer que el mundo estaba a mis pies, que tenía que decir siempre lo que pensaba y que mis ideas, pensamientos y decisiones importaban. Nos pasamos el día diciendo que uno tiene que hacer realidad sus sueños, pero uno solamente puede soñar con lo que es capaz de imaginar, y dependiendo de dónde vengas, la imaginación puede ser muy limitada. Si crecías en Soweto, tu sueño podía ser construir otra habitación en tu casa. O tener una entrada para coches. Y quizás, algún día, una verja de hierro forjado al final del camino para coches. Porque era lo único que conocías. Los escalones superiores de lo posible, en cambio, estaban fuera del mundo que podías ver. Mi madre me enseñó lo que era posible. Y lo que siempre me asombraba de su vida era que a ella no se lo había enseñado nadie. A ella no la había elegido nadie. Lo había hecho todo ella sola. Había encontrado su camino a base de voluntad pura» (págs. 88-89).
- Llevaba mucho tiempo con ganas de adentrarme en Persépolis, la novela gráfica de Marjane Satrapi; un relato brillante sobre la historia reciente de Irán, a ratos hiriente y desgarrador, pero también repleto de ingenio y humor a raudales. «Hay que precisar que si las mujeres estaban obligadas, bajo pena de prisión, a ponerse el velo, los hombres tenían formalmente prohibido llevar corbata (símbolo de Occidente), y si los cabellos de las mujeres excitaban a los hombres, también los brazos desnudos de los hombres excitaban a las mujeres: así que les estaba prohibido llevar camisas de manga corta. Al menos, había cierta justicia» (pág. 84).
- «En este momento somos testigos de la presencia de movimientos de extrema derecha en todo el mundo que atacan a las universidades por difundir el «marxismo» y el «feminismo» y por negarles un lugar destacado a los valores que defiende la ultraderecha. [… ] Los discursos públicos fascistas quieren desautorizar a la universidad y a los académicos, que en vez de ser fuentes de conocimiento y especialización, son tildados de «marxistas» o «feministas» radicales porque divulgan su ideología de izquierdas amparándose en la investigación. Al devaluar las instituciones de nivel superior y al empobrecer nuestro vocabulario compartido para hablar de política, el fascismo reduce el debate al simple conflicto ideológico. Con estas tácticas, la política fascista deteriora los espacios de información y obstruye la realidad» (págs. 59-60).
“¿Qué podría salir mal si nos ponemos a enredar con el lenguaje de la vida? Uno de los primeros mantras de Internet era que <<la información quiere ser libre>>. Suena bien, pero es un problema si esa información consiste en las instrucciones para fabricar viruela desde la nada.
En última instancia, la biología sintética dará al ser humano el poder de fabricar organismos a medida. A medida que el precio de esa tecnología descienda, puede que baste con un ordenador portátil para recuperar enfermedades contra las que ya no nos vacunamos..
Tomemos como ejemplo la viruela: hacia 1980 se dejó de vacunar a la gente contra ella porque se había erradicado. Puede que la enfermedad matase a quinientos millones de personas en el siglo XX, y la mayoría de quienes estamos vivos hoy no estamos inmunizados contra ella. Si la biología sintética acaba siendo accesible, ¿que le impedirá a un biólogo avieso (o a un científico cabreado) devolverla a la vida?» (pág.279).- «El señor Gionotti tuvo una muerte buena… La familia respetó la petición del personal y se quedaron fuera, pero iban entrando uno por uno para que el señor Gionotti supiera que estaban allí, y al salir tranquilizaban a los demás y garantizaban que los médicos hacían todo lo posible. Eran muchos, sentados, de pie; se acariciaban, fumaban, a veces se reían. Me dio la impresión de asistir a una celebración, a una reunión familiar. Una cosa sé de la muerte. Cuanto «mejor» es la persona, cuanto más cariñosa, feliz y comprensiva, menor es el vacío que deja su muerte» (págs. 111 y 112).
- «[…] lo mejor, en España, en 1954, era no abrir la boca […]. Que el silencio era el único valor seguro, el único remedio eficaz contra el infortunio probable, hipotético y hasta inexistente, la infalible receta que se aplicaban por igual los ricos y los pobres, lo más humildes y muchos poderosos […]. Que en los pueblos era más difícil camuflarse, pero en Madrid, en muchas oficinas, la gente no sabía por dónde respiraba el compañero que llevaba diez años trabajando al otro lado de la mesa a la que se sentaba cada mañana. Que muchas personas jóvenes se casaban sin conocer las ideas del novio, de la novia a la que se unían hasta que la muerte los separase. Que otros tantos españoles que ni siquiera habían sido bautizados comulgaban religiosamente todos los domingos. Que por las mañanas, cuando los abrigaban para ir al colegio, las madres recordaban a sus hijos pequeños que no tenían que contar a sus amigos ni una palabra de lo que hubieran oído en casa. Que por las noches, aunque las persianas estuvieran bajadas, pedían a sus hijos, y especialmente a sus hijas, mayores que apagaran la luz, no fuera a verla alguien desde la calle y descubriera que les gustaba leer en la cama […]. Que la frase que se escuchaba más a menudo en todas las casas era: «Pase lo que pase, tú no te signifiques, por lo que más quieras». Que si nuestro país fuera un ser humano, cualquiera de los dos lo habríamos ingresado en Ciempozuelos hace muchos años y lo tendríamos achicharrado a electrochoques. —Total que, ya ves —sonreía para dulcificar sus conclusiones—, en el fondo somos afortunados por trabajar en un manicomio. Así no cambiamos de aires al entrar y salir del trabajo» (págs. 62-63).
- «-Vamos, no se me ponga triste, mi querido Goldman. Dentro de veinte años la gente ya no leerá. Así son las cosas. Estarán muy ocupados haciendo el bobo con el móvil. ¿Sabe, Goldman? La edición ya ha pasado a la historia. Los hijos de sus hijos mirarán los libros con la misma curiosidad con que nosotros miramos los jeroglíficos de los faraones. Le dirán: «Abuelo, ¿para qué servían los libros?», y usted contestará: «Para soñar. O para talar árboles, ya no me acuerdo». Y entonces ya será demasiado tarde para despertarse: la estulticia de la humanidad habrá alcanzado el nivel crítico y nos mataremos entre nosotros por culpa de la estupidez congénita (lo que, de hecho, ya está pasando más o menos). El porvenir ya no está en los libros, Goldman» (págs. 136 y 137).
- What a journey. «Greene tiene razón; la sordidez es como darle un bocado al pasado, es la nostalgia por algo que se ha perdido. Nada resulta tan exasperante como el menosprecio de las guías contemporáneas por los sitios tachados de《sórdidos》. ¿Sus redactores no perciben que tales lugares están invariablemente atestados? Cuando un puritano de Lonely Planet define un sitio como 《sórdido》, lo primero que hago es visitarlo» (págs. 47-48).
- «Siempre era lo mismo: una localidad costera más, sacrificada al turismo de sol y playa, una de esas cacicadas de cemento, asfalto y metal que políticos descerebrados y empresarios sin escrúpulos habían perpetrado en los años setenta. El sur de Gran Canaria o el de Tenerife, la Costa Brava o la Costa del Sol: daba igual adónde se fuera, porque en el litoral de casi todo el país había pruebas de que cuatro hijos de puta se habían dedicado durante décadas a cagarse en el Paraíso» (pág. 29).
- Barbara Bayton nació en Australia en 1857. Su antología de cuentos, Estudios de lo salvaje, se publicó en Londres en 1902, después de que varios editores australianos la rechazaran por sus descripciones poco benévolas de las regiones del interior del país. No hay en sus textos el más mínimo rasgo de orgullo nacional, como tampoco esa exaltación romántica por la vida de los habitantes de las zonas más despobladas. «El perro se acercó a la puerta grasienta, vio que encima de la cama había unas gallinas poniendo en silencio unos huevos que irían estupendamente con el tocino, y volvió a la cocina. Ella le preguntó qué dónde estaba el peón que la había llevado ayer hasta allí. –¡Oh, Billy Skywonkie! ¡Él ya casado! ¡Liza es su mujer! A continuación, le dio a entender que allí los afectos no estaban muy bien repartidos, y que él mismo seguía soltero porque nadie quería a quien tenía que querer” (pág. 123).
- «Nuestro planteamiento: amenazamos con cerrar el pifostio. Eso desata la paranoia del gobierno amerikano: el Sistema nos hace el favor de organizar nuestras tropas y nos deniega un espacio de reunión y manifestación. De ese modo, una manifestación del montón se convierte en un aparatoso enfrentamiento entre la Libertad y la Represión, y el mundo es nuestro escenario. Una vez organizada nuestra gente, suavizamos nuestra retórica y la fuerza de nuestros números obliga al gobierno a retractarse. ¡Al final, tomamos el Pentágono!» (pág. 84).
- «Un escritor atraviesa un bache existencial como consecuencia de que su obra no alcanza la progresión que se le auguraba. Se intenta reinventar en un periplo en el que aparecen problemas sentimentales, de integración social e incluso una leve incursión en el mundo de la política; en ese viaje en el que se confunde su realidad y su ficción se reencuentra con la vida. La felicidad, la fama, la erótica del poder, las políticas sociales, la fidelidad salpican a los personajes con resultados desiguales en la limitada realidad de una isla».
- «O urbanismo de Nova Iorque concebeu-se segundo um padrão medieval: milionários e mendigos conviviam no espaço de um palmo quadrado. Criou-se assim uma civilização interessante. As urbanizações de casas iguais para gente igual que pensa de igual forma geram ignorância e paranóia, os dois males de que padecem actualmente os Estados Unidos» (págs. 44-45).
- «Su voz se interrumpió; los vapores que habían surgido de la sopera eran una deliciosa fragancia susurrada. Aspiró el aroma y percibió una multitud de olores que se armonizaban entre sí formando un todo perfectamente ligado. Reconoció el clavo y el perejil fresco, adornado con pequeñas porciones de pan de trigo recién horneado, cortado en tiras suaves y delicadas, y tostado en manteca de cerdo. Se inclinó sobre el plato y pudo observar que sus dos amigos lo imitaban, empapándose del calor del consumado. Incluso el señor Elquiza, el señor Moguer y los gentilhombres y ayudantes parecían contener las ganas de abalanzarse sobre las viandas. Sin decir nada, Diego tomó la cuchara honda y, tras soplar un par de veces, lo cató sin esperar a que Alfredo bendijera la mesa según su costumbre» (pág. 106).
- «El genocidio es una marea negra: quienes no se ahogan van cubiertos de petróleo durante toda la vida.» (pág. 184). «La circulación era densa, sonaban los cláxones de los minibuses, los vendedores ambulantes ofrecían bolsitas de agua y de cacahuetes, los enamorados esperaban encontrar cartas de amor en sus buzones, un niño compraba rosas blancas para su madre enferma, una mujer vendía latas de concentrado de tomate, un adolescente salía del peluquero con un corte a la moda y, desde hacía algún tiempo, unos hombres asesinaban a otros con total impunidad, bajo el mismo sol de mediodía de antaño» (págs. 172-173).
- “-Pero eso que ha dicho es verdad, Paulina, porque los ingleses se cepillaron a un rey, y los franceses no digamos, y los rusos se quitaron al último de encima con todos sus herederos, y los alemanes no tanto, pero creo que alguno cayó en la Edad Media, y los italianos colgaron en plena calle a Mussolini, que para el caso, como si lo fuera…, pero todos los reyes de España se han muerto en su cama, eso es cierto. -¿Lo ves? Lista, que eres una lista. Y la niña ya ha terminado el bachiller. -No, me queda un año todavía pero, de todas formas, tú no puedes ser comunista y católica a la vez, Mercedes. -¡Anda! -y para mi sorpresa, Paulina resultó la más sorprendida-. ¿Y por qué no, si puede saberse? -Pues… porque los comunistas son ateos, tienen que ser ateos, está claro. -¡Eso serán los rusos! -exclamó Mercedes, muy indignada, y entonces temí haberla ofendido de verdad-. Los rusos, que son unos bárbaros y no reconocen ni padre ni madre, los rusos a lo mejor, pero yo no… Yo creo en Dios, y en la Virgen, y en todos los santos, y en el demonio. ¡Pues no voy a creer, si bien sé yo que existe, que todos los días veo en la televisión al criado que le lleva la cola! -Franco ha sido bueno para España, Mercedes. -¡Vete a la mierda, Paulina! -¡Vete tú…, o haber ganado la guerra! (pág. 162).
- Sabes que un libro te gusta cuando te cuesta despedirte de sus personajes. Qué novela más hermosa y bien escrita. «-Porque el tiempo siempre nos hace huérfanos y yo ya no quiero más orfandades-dijo-. Y porque la vida no se mide con un reloj. Se mide con esto. -Se tocó el centro del pecho-. Aquí. Durante la vida el tiempo está aquí. El tictac es este y ningún otro. Cuando se atasca, mal, porque lo que se atasca es la vida, no el tiempo» (pág. 303).
- «Dado tu profundo conocimiento de la lengua, procuraré amarte con faltas de ortografía. Disfrutaré cuando señales mis errores, gozaré con tus enmiendas y mi carne ágrafa se estremecerá al contacto con tu boca, que limpia, fija y da esplendor» (Alexis Ravelo, FILOLOGÍAS, pág. 193).
- «El problema del género es que prescribe cómo tenemos que ser, en vez de reconocer cómo somos realmente. Imagínense lo felices que seríamos, lo libres que seríamos siendo quienes somos en realidad, sin sufrir la carga de las expectativas de género» (pág. 41).
- «Isora sabía hablar con las viejas. Yo me limitaba a escuchar lo que se decían. Ustedes quieren un fisquito café, misniñas? A mí no me dejan beber café, le respondí. Yo sí, un fisquito, dijo Isora. Un fisquito namás. Ella siempre un fisquito namás. Lo probaba todo. Una vez comió comida de perro de la que había en la venta para saber lo que se sentía. Ella lo probaba todo y después si era necesario lo vomitaba. Yo tenía miedo de que mis padres me olieran el café de la boca y me arrestaran, pero Isora nunca tenía miedo. No tenía miedo aunque la abuela la amenazara con meterle un leñazo. Ella pensaba que la vida solo era una vez y que había que probar un fisquito siempre que se pudiese. Y un fisquito de anís, miniña? Un fisquito namás. Un fisquito namás. Un fisquito namás, decía» (pág. 28).
- «O que faz andar a estrada? É o sonho. Enquanto a gente sonhar a estrada permanecerá viva. É para isso que servem os caminhos, para nos fazerem parentes do futuro».
- «Pero un hombre puede ser un barco. Un hombre puede ser un barco con el casco de acero. Luego pasan los años y se forman grietas. Por ellas entra el agua de la nostalgia, contaminada de soledad, y el agua de la conciencia de haberse equivocado y la de no poder poner remedio al error, y esa agua que corroe tanto, la del arrepentimiento que se siente y no se dice por miedo, por vergüenza, por no quedar mal con los compañeros. Y así el hombre, ya barco agrietado, se irá a pique en cualquier momento» (pág. 455).
- «Mas quando viaja o casal, sem mais ninguém e sem carga, vemos a mulher abraçar as costas ou os ombros do companheiro que conduz a mota. Vemo-la até, muitas vezes, de olhos fechados de aconchego e ternura, um sorriso nos lábios, abrigada do vento. Assim se cumprem, ao mesmo tempo, a discrição na exibição pública de afectos, o prazer de desafiar o interdito e o perigo, e as regras de segurança rodoviária».
- «El Madrid era vetusto, céntrico y económico. Los lujos que le faltaban los suplía con amabilidad y con la comida casera de su restaurante, decorado con una infinidad de fotos de la gente famosa, o no tan famosa pero entrañable, que alguna vez bebió o pernoctó allí. Entre los famosos, pero no entrañables, destacaba el general Francisco Franco Bahamonde, que durmió allí con su familia y su escolta en la noche del 17 al 18 de julio de 1936, antes de empezar a joderle la vida al país durante cuarenta años. Los hermanos que regentaban el hotel y el restaurante, que sabían que entre su clientela abundaba el rojerío, la provocaban conservando ese retrato en lugar destacado, justo encima del cartel de una película documental titulada Ciudadano Negrín. Esa era otra de las ventajas del Madrid: si uno iba allí a beber con su pareja y las copas se alargaban, siempre podía pedir la habitación número 15, y dormir en la cama en la que Franco no folló» (pág. 52).
- «En cambio, la mayoría de la gente vive hoy siendo capaz de cumplir con éxito el ideal capitalista-consumista. La nueva ética promete el paraíso a condición de que los ricos sigan siendo avariciosos y pasen su tiempo haciendo más dinero, y que las masas den rienda suelta a sus anhelos y pasiones y compren cada vez más. Esta es la primera religión en la historia cuyos seguidores hacen realmente lo que se les pide que hagan. ¿Y cómo sabemos que realmente obtendremos el paraíso a cambio? Porque lo hemos visto en la televisión» (pág. 384).
- «Este selecto grupo, a veces conocido como London Detection Club, se fundó en 1928 y se convertiría en el centro social de referencia de los escritores ingleses de novela negra. Estos se reunían regularmente para cenar, hablar de su oficio e intentar establecer un conjunto de normas que regularan su campo de especialización. En la ceremonia de juramento, como se aprobó en 1929, debían responderse afirmativamente las siguientes preguntas: «¿Prometes que tus detectives detectarán con acierto los crímenes que se les presenten sirviéndose de la inteligencia que hayas tenido a bien darles, sin echar mano de la revelación divina, la intuición femenina, la palabrería, la superchería, la casualidad o el designio divino? ¿Juras solemnemente que jamás le ocultarás una pista clave al lector? ¿Prometes cierta contención en el uso de pandillas, conspiraciones, rayos mortíferos, fantasmas, hipnosis, trampillas, chinos, perversos malhechores y lunáticos; así como jamás de los jamases incluir venenos misteriosos desconocidos para la ciencia?» Y por último: «¿Honrarás el inglés del Rey?» (pág. 103).
- «Era una faena tener que continuar vivo, pero era la única forma de permanecer fiel a sí mismo, de seguir en la lucha. Se consoló pensando que todavía salpicaba la isla un centenar de hombres haciendo exactamente lo mismo que él: tocándoles los huevos a los fascistas, a los curas, a los monárquicos, a los meapilas, a los aristócratas, a los latifundistas, a los industriales, a los explotadores, en fin, y a sus siervos, a todos sus siervos, fueran del color que fuesen. Que por todo el país habría otros como ellos, acaso miles. Y que quizá, día a día, según se alargara aquello que se había convertido en una guerra, otros tomaran la decisión de negarse como ellos se habían negado y se sumaran cada vez más y más hombres hasta que, en algún momento, fueran más los que estaban tocando los cojones que los dueños de estos. Y ese día habrían triunfado» (pág. 305).
- «Teresa, mi madre, se despidió de mí dándome un beso en la cabeza, y luego de Mariana, que recibió el beso en la mejilla sin inmutarse ni devolverlo. 《Cuando llegue su papá le dicen que hay una carta para él en el buró》, nos dijo desde la puerta, en el mismo tono robótico. Luego salió y cerró con llave. No llevaba más que su bolsa; la bolsa de cuyo tamaño se burlaba mi padre cada vez que salíamos: 《¿Qué tanto llevas ahí? Parece que te vas a ir de campamento》. Esa noche llegó mi padre y leyó la carta. Luego se sentó con nosotros en la sala (mi hermana estaba viendo videos musicales y yo intentaba hacer origami) y nos explicó que mamá se había ido. 《De campamento》, pensé. Un martes de julio o agosto de 1994, ella -mi madre, Teresa- se fue de campamento» («Verano del 94», Daniel Saldaña París, pág. 204).
- «En su carta, Alfredo Amado Gálvez contaba a Ned Blackbird que sus novelas suponían un consuelo para él. Tenía treinta y muchos años. Tenía dos hijos. Tenía una esposa. Tenía una ferretería. Y tenía muchas horas de silencio, muchos momentos en los que no hallaba con quién hablar de las cosas que pensaba o sentía. Él hubiera querido estudiar, viajar, ser hombre de mundo, ver muchas cosas, conocer a personas brillantes que le enseñaran todo aquello que ignoraba. Pero su padre había muerto pronto y él había tenido que hacerse cargo del negocio familiar. Por eso se había quedado allí, en su ciudad -más bien un pueblo-, que estaba en una isla, periferia de la provincia más periférica de la región más periférica del país. Así que sus novelas lo arrancaban de aquel tedio mansurrón en el que cada día era exactamente igual al precedente. Le daba las gracias por ello y le pedía que no dejara de escribir aquellas historias, porque, quizá él, allá, en los Estados Unidos, lo ignorara, pero aquellas novelas hacían felices a muchos» (pág. 100).
- «Al volver a su habitación, Adamsberg recordó que el día anterior había olvidado dar alpiste al palomo. Y la ventana se había quedado abierta. Pero Hellebaud se había acostado en uno de sus zapatos, igual que sus congéneres se instalaban en lo alto de las chimeneas, y lo esperaba pacientemente. -Hellebaud-dijo Adamsberg levantando zapato y palomo, y dejándolos en la repisa de la ventana-. Tenemos que hablar muy seriamente. Estás saliendo del estado natural, estás cayendo en picado hacia la civilización. Tienes las patas curadas, ya puedes volar. Mira afuera. Hay sol, árboles, hembras, gusanos e insectos a patadas. Hellebaud emitió un arrullo que a Adamsberg le pareció de buen augurio, de modo que lo afianzó en la repisa. -Despega cuando quieras-dijo-. No hace falta que me dejes una nota, lo entenderé» (pág. 245).
- «Nos prometieron que las cosas irían más rápido», le dijo una mujer a su hija. Prometieron. Que nunca nadie más robaría, que todo sería para el pueblo, que cada quien tendría la casa de sus sueños, que nada malo volvería a ocurrir. Prometieron hasta hartarse. Las plegarias no atendidas se descompusieron al calor del resentimiento que las alimentaba. Nada de cuanto ocurría era responsabilidad de los Hijos de la Revolución. Si las panaderías estaban vacías, el culpable era el panadero. Si la farmacia estaba desprovista, aunque fuera de la más elemental caja de anticonceptivos, el farmacéutico sería el responsable. Si llegábamos a casa exhaustos y hambrientos, con dos huevos en una bolsa, la culpa sería del que ese día había conseguido el huevo que a nosotros nos faltaba. Con el hambre se desató la larga lista de odios y miedos. Nos descubrimos deseando el mal al inocente y al verdugo. Éramos incapaces de distinguirlos» (págs. 64 y 65).
- «Podemos especular sobre se a aura da espada está relacionada com os samurais, homens que combatiam ferozmente pela honra dos seus senhores tal como pela sua, que viviam quotidianamente num estado de preparação para a morte, de tal modo orgulhosos que, por não aceitarem render-se a um inimigo ou como forma de expiação pelo seu próprio fracaso ou aínda por verem o seu amo a morrer na batalha, usavam as espadas para se esventrarem a si próprios» (pág. 56).
- «Bayardo San Román, el hombre que devolvió a la esposa, había venido por primera vez en agosto del año anterior: seis meses antes de la boda. Llegó en el buque semanal con unas alforjas guarnecidas de plata que hacían juego con las hebillas de la correa y las argollas de los botines. Andaba por los treinta años, pero muy bien escondidos, pues tenía una cintura angosta de novillero, los ojos dorados, y la piel cocinada a fuego lento por el salitre. Llegó con una chaqueta corta y un pantalón muy estrecho, ambos de becerro natural, y unos guantes de cabritilla del mismo color. Magdalena Oliver había venido con él en el buque y no pudo quitarle la vista de encima durante el viaje. «Parecía marica -me dijo-. Y era una lástima, porque estaba como para embadurnarlo de mantequilla y comérselo vivo». No fue la única que lo pensó, ni tampoco la última en darse cuenta de que Bayardo San Román no era un hombre de conocer a primera vista».