«Cuando uno juega al tenis como Roger Federer y Rafa Nadal, el tenis es algo más que una competición, es una forma de vida. En cada partido suyo se juega algo más que una victoria. Se está perpetuando una tradición, una manera de ver el mundo cada vez más antigua y solitaria. No son ellos los que corren de un lado a otro de la pista. Es la Historia, una muy concreta que trata de mantener las últimas posiciones ante el paso destructor de sus herederos: jugadores apasionados, leyendas llenas de épica, tenistas de golpes perfectos y estrategias perfectas. Federer es la evolución final del tenis, la técnica convertida en algo bello y duro. Que Nadal lo haya tenido acomplejado da la medida mitológica del español. Si Nadal tortura a sus rivales, les come el cerebro y los saca a pelotazos, Federer pasa por los partidos sobrevolando como un águila. Federer se mete dentro de la pista, ataca la bola cuando bota, agrede en cada golpe buscando las líneas; Nadal toma aire al fondo, arriesga su cuerpo en cada intercambio, machaca la raqueta y bufa hasta rendir al otro. El revés de Federer, semienterrado en el olvido de partidos que empezaban a conformar su decadencia, cambió la final en el momento en que Nadal la tenía a mano. En cuanto acabó el partido me fui a ver las imágenes de 2009, cuando Nadal tumbó en esa misma pista rápida a Federer, el hábitat de Roger. Han pasado ya ocho años. Me recordé a mí mismo entonces, dónde estaba y qué hacía, y los vi a ellos con el micrófono en la mano. Para entonces llevaban cinco años viajando por el mundo para citarse en todas las finales. Roger Federer trata de hablar, pero no puede. Alguien grita entonces: «I love you, Federer!». Y Federer, de pronto, se echa a llorar. Llora y llora. Su novia, Mirka Vavrinec, contempla la escena con la mano en la boca. Está así durante minuto y medio, lo que tarda Federer en terminar de llorar delante de millones de espectadores.
¿Y saben qué? En ese momento incómodo, en ese instante que todo el mundo sabía que era parte ya de la historia del deporte, la cámara busca a Rafa Nadal. Lo hace de forma recurrente. Y Nadal, veintitrés años, media melena, no cambia el gesto de profundo respeto, de admiración profunda, de profunda tristeza. Nadie sabe quién ha ganado y quién ha perdido; no se sabrá nunca. En esa cara de Nadal, mientras el mejor tenista de la historia llora delante de él, no solo están los últimos diez años del tenis mundial, sino la categoría de una de las mejores rivalidades de todos los tiempos: el mejor tenis que hemos podido ver nunca, las mejores personas con las que hemos podido soñar dentro de una pista» (págs. 146 – 147).