Hace unos días, en El País, leía una entrevista de Manuel Jabois a Milena Busquets, hija de la escritora y editora Esther Tusquets, directora de Lumen. En general, me gusta prácticamente todo lo que escribe Jabois, que sabe analizar la inmediatez con una mirada un poco gamberra y ágil agudeza; pero es que esta vez, además, el titular ya prometía: “Es imposible escribir de la gente si no la amas”. En la entrevista, la escritora a la que no le gusta denominarse como tal, añadía: “Creo que soy mala amiga porque de mis amigos y de mis amigas yo me enamoro. La única relación que me interesa es la relación de amor. Esta gente que dice que es muy amiga de sus amigos… No me lo creo. Enamórate de ellos. Enamorarse es jugar en primera división, la amistad es jugar en segunda. […] Cuando te juegas de verdad la piel es en el amor, no en la amistad”.
Ciertas fechas conmemorativas a veces me resultan una imposición de mal gusto que, con mayor o menor presteza, fuerzan a quienes no tienen exactamente nada que celebrar en tal señalado día a mantener un perfil bajo y esperar dignamente la llegada de un nuevo amanecer. No veo a Luke Skywalker, por ejemplo, celebrando risueñamente el Día del Padre; ni a las hijas de Bernarda Alba festejando el Día de la Madre. Pueden imaginar, por tanto, mi opinión acerca de San Valentín; esa fecha en la que las redes se llenan de fotos melosas y mensajes de amor eterno entre los felicísimos amantes -que tire la primera piedra el que esté libre de pecado-, y que fomenta un extraño sentimiento de culpa entre quienes aún no han conquistado la cumbre excelsa del amor romántico que se sublima cada 14 de febrero.
Puede que alguna vez, con impostado dramatismo, haya maldecido mi suerte en el amor, preguntándome qué dios podría estar contrariado conmigo sobremanera y por qué; o condenando mi fijación calamitosa por seres humanos de dudosa reputación. Sin embargo, después de numerosas reflexiones al respecto, un exhaustivo trabajo de campo y la mediación de una pandemia mundial, solo me han hecho falta unos 30 años para darme cuenta de lo errado de esta perspectiva; de cómo, desde una visión sesgada y parcial, mi historial de relaciones se limitaba con satisfacción impía a las de pareja, olvidando estrepitosamente un amor en el que he triunfado como la Coca-Cola, como Ulises con el caballo de Troya, como Nadal en tierra batida: la amistad.
En una cena improvisada la semana pasada, animada probablemente por cierto grado de infusión etílica y la influencia reciente de la visión de varios capítulos de Vikingos en Netflix, le decía a una amiga, como si yo fuera Leónidas de Esparta, que mis amigos eran mi ejército (pero no mi ejército como en la Legión, que creó el deleznable Millán Astray; mi ejército como la UME, que surgió a raíz de una iniciativa de Rodríguez Zapatero). Y es que, además de brindar, reír, viajar, confiar, comer, alentar o divertirse; esa gente a la que amo ha estado siempre presente en momentos de catástrofe vital, grave riesgo emocional o calamidad decisoria. Coincido con Milena Tusquets cuando dice que “es imposible escribir de la gente si no la amas”, así que mi declaración de amor este San Valentín va dedicada a ellos.
Una noche vieja lejos de casa, mi amor romántico hecho pareja fumaba con ansiedad en un balcón mientras sonaban las campanadas. Al tocar las doce, mientras todo el mundo a mi alrededor festejaba la llegada de un nuevo año -en ese entonces aún no sabíamos la que se venía en 2020-, yo solo tenía ojos para él, como si fuera un cazador-recolector del Paleolítico exento de visión panorámica y no un Homo sapiens sapiens feminista y emancipado. Cuando por fin terminó su cigarillo, se acercó hasta mí y me dijo que esperaba que me fuera bien en el año entrante, dándome una palmadita en el hombro y continuando su paso hacia la cocina. No sé lo que esta actitud telúrica supone para alguien no ducho en Letras, pero les aseguro que, para quien escribe, que escogió la Literatura como su profesión y ha leído Madame Bovary, resulta mil veces preferible que Mike Tyson te arranque la oreja de un mordisco. Seguiría rumiando con amargura aquel comienzo de año de no ser por la mano salvadora que me agarró en medio de la multitud y me invitó a bailar, sacándome de mi abstracción desoladora para recordarme a qué se parece realmente el amor verdadero. Y aquel baile pegado con un amigo que me profesaba más respeto del que yo en aquel momento estaba dispuesta a concederme me golpeó como una advertencia, ante la cantidad de cosas bonitas a las que no estaba prestando atención en mi intento por complacer a cualesquiera individuos.
En Soul, la última película de Pixar sobre la metafísica y el sentido de la vida, hay un diálogo entre el protagonista y Dorothea Williams, una estrella del jazz a la que admira, que no me canso de sacar en cualquier conversación en la que venga más o menos a cuento. Tras debutar con éxito en su estreno como músico profesional, un momento con el que lleva soñando toda su vida, Joe Gardner, al disiparse la euforia inicial, se encuentra con una desazón inesperada al abandonar el local, pues se topa con el descubrimiento de que ese instante, idealizado por siempre en su imaginación, también puede convertirse en rutina al repetirse en el tiempo. Burlándose de su ingenuidad, la afamada saxofonista le deja caer una metáfora como una bomba de Hiroshima: “Escuché esta historia sobre un pez. Él se topa con un pez más viejo y le dice: “Amigo, estoy buscando esa cosa a la que llaman océano”. “¿El océano?”, le responde el anciano. “Estás en él ahora mismo”. A lo que el pez joven responde: “¿Esto?, esto es agua, lo que yo quiero es el océano”.
En el amor, muchas veces, me he encontrado esperando lo extraordinario por parte de personas que poco tenían que ver conmigo, con la esperanza de satisfacer la búsqueda de ese nirvana apoteósico que supondría reencontrarse, al fin, con el alma única y maravillosa que el universo nos ha predestinado (no me pregunten de dónde saco estas ideas). Algún domingo por la tarde me he entretenido dándole vueltas a ese regusto a fracaso que se queda pegado al paladar tras un exhaustivo ejercicio de hostigamiento metafísico: ¿por qué no he sido capaz de encontrar el amor verdadero en ninguno de los destinos a los que han tenido a bien llevarme las becas y las ganas?, ¿cómo es posible que no consiga entablar con nadie una relación larga y duradera?, ¿por qué Santiago Abascal lleva puesto un casco de los Tercios de Flandes? A esta última aún no he conseguido darle respuesta, pero 2020 y su contubernio apocalíptico han resuelto el resto: llevo nadando en el océano desde el día en que nací.
“La amistad es más difícil y más rara que el amor. Por eso, hay que salvarla como sea”. La frase es de Alejandra Remón, pero yo escuché su paráfrasis hace más de diez veranos, mi primera noche de trabajo en uno de esos templos de sabiduría popular que son los bares. Sé que la asunción de esta revelación me convierte en un pez viejo, pero me libera del pensamiento infundado de creer que he fracasado en el amor, porque conservo amistades que se remontan hasta donde me alcanza la memoria, y me he enamorado por siempre de la magia de personas excepcionales y diversas, de La Palma a Minnesota.
“Es imposible escribir de la gente si no la amas”, y yo tengo muchos nombres por los que darle a la tecla. Feliz San Valentín.