Un nanosegundo en el metaverso

Foto de María Viña, artista visual (@srta.guayaba)

Enero de 2020. Mi decisión era Crónica de una muerte anunciada desde hacía meses y, sin embargo, un día concreto de ese invierno prepandémico fue el que sirvió de acicate para constatar que, esta vez, habíamos llegado a un punto de no retorno, a la aguachirle que queda cuando se derriten los peces de hielo en un whisky on the rocks. El 10 de noviembre de 2019, con una “mayoría cautelosa”, el PSOE revalidaba su victoria en las urnas tras la repetición de las elecciones de abril. El 7 de enero de 2020, por apenas dos votos de margen, Pedro Sánchez lograba sacar adelante su investidura como presidente del Gobierno, formando el primer Ejecutivo de coalición del actual periodo democrático. Nunca olvidaré la expresión angustiada frente al televisor de aquel hombre que viajaba 2000 kilómetros para que su madre le almidonara las camisas -la pesadilla de Greta Thunberg-, ni la epifanía tremenda que me sobrevino. Aquel mohín lacerado era idéntico al que se habría apoderado de mi ser si el que comparecía ante las cámaras en aquel instante hubiera sido el homólogo español de Giorgia Meloni -mejor no mentar al diablo-; había rebasado con creces mis líneas rojas. “No se va a romper España”, decía Pedro Sánchez en el Congreso, y yo pensaba: “menos mal”, porque ya era suficiente con que se me hubiera roto el amor.

Que te pillen en un vídeo besando a una chica que no es tu prometida -qué despiste- y alegues que esas imágenes son viejas porque tú siempre llevas la misma ropa a todos los conciertos es una mentira tan burda como contarle a tu pareja que descargaste Tinder en tu último viaje a solas con la intención de conocer afables residentes que tuvieran a bien mostrarte la zona; un razonamiento semejante, además de hacerle un feo tremendo a Lonely Planet, resulta tan endeble como el “nunca he tenido relaciones sexuales con Mónica Lewinsky” de Bill Clinton, a pesar de haber recibido sexo oral.

Perdonar una infidelidad en una relación pactada como monógama es una opción personal y respetable; intentar colar mentiras alumbradas al amparo de la pereza mental debería constituir, sin ambages, un delito tipificado en el Código Penal. Aunque puedan existir razones más o menos cuestionables para el engaño, todas ellas deberían cumplir la premisa inviolable de no insultar la inteligencia del público objetivo al que van dirigidas. Cuando Ulises, tras veinte años de ausencia, relató a Penélope los avatares de su odisea, le contó cómo suspiraba cada tarde ante las costas de la isla Ogigia, deseando regresar al hogar añorado. Toda la noche estuvo hablando con su esposa, tejiendo el relato magnífico de los encuentros de su tripulación perdida con sirenas, lestrigones, cíclopes y dioses encolerizados; hasta que los sorprendió el alba. No podemos otorgarle a Penélope la salvaguarda de la candidez; al regreso de su marido, ya había cumplido los cincuenta y llevaba veinte años al frente de un reino asediado por la codicia de los aspirantes a usurpar el trono. Ulises había pasado los últimos siete años de su viaje tomando ambrosía y compartiendo lecho con la ninfa Calipso, pero no fue así como describió a su mujer la última parte de su exilio. Lo que le contó a Penélope -y aquello era cierto, con todos sus matices-, es que una diosa le había ofrecido las mieles de una vida cómoda e inmortal, un billete en business al Olimpo; y que él, con toda la diplomacia que requiere decirle que no a un dios sin que se ofenda, había renunciado a aquel regalo extraordinario, porque no ansiaba otra cosa que volver a Ítaca. Ulises desafió la cólera de Poseidón porque era un contador de historias tremendo.

Cuando alguien insiste en defender una mentira urdida con tosquedad y prisa se condena más su falta de imaginación que la ofensa a la verdad en la que incurre. Tampoco hace falta escribir Cien años de soledad para ser un buen inventor de excusas; ni manejar el lenguaje con la maestría de Vargas Llosa, que decía “el Perú es Patricia” y ahora aparece en la portada del ¡Hola! con Isabel Preysler; pero hay que currárselo un poco. En 2008, cuando Barack Obama ganó la nominación demócrata a la Casa Blanca frente a su rival, Hillary Clinton, creí que aquella victoria no solo venía motivada por el carisma descomunal del que se convertiría en el primer presidente negro de la historia de Estados Unidos; albergaba el convencimiento secreto de que el electorado no podía depositar su confianza en una persona que había otorgado la suya a un fabulista tan poco hábil como Bill Clinton. Hago ahora esta revelación porque, cuando Donald Trump derrotó a Hillary Clinton en las elecciones presidenciales de 2016, la hipótesis que había esgrimido hacía ocho años perdió toda su fundamentación científica.

Tamara Falcó, que parece pasar por la vida sin percatarse en demasía de las cosas, pero tiene un saber estar que ya quisieran para sí muchos jefes de Estado, nos ha hecho testigos, por su condición de personaje público, de la inhabilidad engorrosa de su exnovio para inventar historias -no le habrá dado tiempo a pedirle consejo a Mario-. Y su reacción frente a las cámaras tras la ruptura, más allá del interés mediático que siempre despiertan los tropiezos ajenos, envía un mensaje claro sobre el tiempo que estamos dispuestos a conceder a todos los pésimos fabuladores que hay repartidos por el mundo: ni “un nanosegundo en el metaverso”.

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