
Nuestra embarcación, la misma con la que hace unos días abandonamos definitivamente nuestro país, se abría paso pesadamente entre una espesa capa de niebla, tan impredecible como nuestro futuro. Todos echábamos de menos el agradable sonido de la felicidad, pero un sentimiento de resignación al que no estábamos acostumbrados aprisionaba nuestros corazones, sin dejarnos si quiera esbozar una sonrisa.
La llegada a tierra no fue menos esperanzadora, la apariencia demacrada de nuestros cuerpos, debido a la extenuante huida, armonizaba con nuestro estado de ánimo, como si la puerta de entrada a esas sensaciones idealizadas con las que habíamos soñado mientras nos apurábamos en recoger nuestros enseres se hubiera cerrado de golpe. Fue como si hubiéramos salido de aquel yermo desierto que ya no nos ofrecía nada aparte de pesar para meternos de lleno en el gélido invierno. La vida se me hacía pesada y aún más el tener que adaptarme a mi nueva situación. Sentía añoranza y angustia al recordar la inmensa tranquilidad que nos envolvía con cariño en nuestro país, hasta que un día alguien tiró de esa manta, dejándonos desamparados sin siquiera ofrecernos una explicación.
Lloraba en silencio, mi pensamiento se empapaba con el recuerdo de los que se quedaron atrás, y ahora cualquier pequeño acontecimiento afloraba en mi mente, llenándola de nostalgia. La única causa que hacía que aún me aferrara a los restos en que mi vida se había deshecho era la esperanza de aguardar a que todo se despejara, a que la claridad calentara mi corazón, dándome renovadas fuerzas para rehacer lo que se había hecho con suma dedicación y, sin embargo, no pudo aguantar la tormenta.
Me sentía extraña, no ya por el lugar en el que se asentaban nuestras vidas, sino por la cantidad de cosas que jamás había sentido y ahora me anudaban con fuerza a algo que nunca había querido. La gente que ahora me rodeaba sentía cómo me alejaba día a día, y a veces intentaban traspasar ese muro que, sin yo quererlo, me había hecho inaccesible. Por vez primera sentía realmente que la única persona que podía salvarme, no dejándome caer para siempre en el abandono, era yo; pero no conseguía un aliciente que me aportara el suficiente impulso como para seguir adelante por mis propios medios. La razón vigente por la que aún seguía activa era la monotonía, porque aquel país, aquella isla, mi isla, me ofrecía sin reparo tal profusión de experiencias que no cabía lugar para el remordimiento de la insatisfacción.
Huimos porque debíamos hacerlo, la situación se agravaba a cada minuto, la angustia de ver cómo nuestras vidas naufragaban, la impotencia del no poder hacer nada debido a la amenaza constante de los que fanfarroneaban tener el poder, que no se sentirían omnipotentes hasta enterrarnos bajo los escombros de nuestras vidas y someternos a su dominio. La sangre me hervía solo de pensar en someterme a acatar las órdenes de esa gentuza que no tenía ni el más mínimo conocimiento, ni interés por adquirirlo, de nuestras costumbres, del bienestar que nos saciaba los corazones al llevarlas a cabo; pero es muy fácil destruir bajo la ceguera de la ignorancia.
Debíamos huir, el quedarnos allí supondría aguantar lo intolerable hasta quedar moribundo, sin una buena razón que te hiciera persistir en el intento de rehacer lo desgarrado. Y por primera vez me di cuenta de mi pequeñez; de nada me servía gritar, ni retorcerme de furia entre el andrajoso destino al que me habían empujado; a nadie parecía importarle que me estuviera consumiendo y, sin embargo, todo era tan complejo… Pensamientos que justificaban mi situación me envolvían la mente, sin dejarme dilucidar si quiera un esbozo de la realidad, y eso suponía una trampa, que mataba a ratos la pena pero no conseguía liberarme de la tristeza.
En parte resignada, y en parte arrepentida, me encauzaba hacia una trama en la que nada podía disponerse a mi favor y, sin embargo, me negaba a someterme a la realidad que apuraba mi destino en contra de cualquier regla que hubiera predispuesto. Y, de pronto, la tristeza venció al ánimo, sin dejarme ni un solo hálito de satisfacción; el recuerdo sucumbió a la nostalgia, borrando todos los momentos que aún guardaba con apremio. El telón de esperanza se desvaneció, dejando al descubierto la resignación, que paso a paso me carcomía el alma, sin dejarme fuerzas para rebelarme solitaria, pero decididamente, en contra de aquellos actos que suponían la destrucción a marcha forzada de nuestros principios.
Era la primera vez que me sentía muy consciente de que no podría soportar el peso insostenible de la pérdida de todo lo que una vez había sido importante, y es que prefería acabar con mi vida antes que darme al abandono.
Nota de la autora: este texto lo escribí hace 22 años, cuando estaba en 4.º de la ESO. El IES Eusebio Barreto Lorenzo, en el que ahora trabajo por uno de esos caprichos del destino, organizaba desde hacía tres años el Concurso Literario Ana María Samblás, y abría la participación a alumnado de otros centros. En esa época yo estudiaba en las monjas. Recuerdo leer mi relato ante una selección de alumnos de otros institutos con mi uniforme de colegio cristiano apostólico romano: zapatos acharolados, pantalones azul oscuro y polo color vino; un color que procuro no ponerme desde entonces. Por alguna circunstancia, mi texto, que resultó ganador en la categoría de narrativa, ha sobrevivido hasta ahora. El tiempo transcurrido explica la profusión de gerundios y adjetivos, las reiteraciones o el tono dramático; pero este dramón narrativo también me recuerda que quizás debería seguir escribiendo, sobre todo para no tener que rescatar textos del siglo pasado, y, especialmente, para no olvidar algunas de las razones por las que decidí estudiar Filología, que borro convenientemente de mi mente cada vez que me entran unas ganas súbitas de jubilarme. 2003 fue el año de la invasión de Irak por parte de Estados Unidos, con el objetivo de destruir unas armas de destrucción masiva que nunca existieron. Probablemente pensaba en eso cuando escribí sobre unos emigrantes forzosos en una clase de Lengua. Al releerlo ahora, más de 20 años después, pienso en Palestina; y aunque no está el mundo como para tirar cohetes, estoy segura de que mi relato terminaría de forma diferente, una versión paralela donde la luz siguiera ganando, a pesar de todo.



